Decimosexto
Domingo después de Trinidad – 11 de Septiembre, 2016
1 Reyes 17:17-24, Efesios
3:13-21, San Lucas 7:11-17
Gracia, misericordia y paz a vosotros, de Dios nuestro
Padre, y el Señor Jesucristo, Amén.
¿De qué murieron los dos hijos? En
las lecturas de hoy, oímos de dos viudas, los dos con un solo
hijo, y ambas sufrieron la muerte de sus hijos.
Me pregunto ¿de qué murieron los hijos?
Tal vez fueron víctimas de apendicitis.
Hace dos semanas, mientras Shelee y yo asistíamos a un
cumpleaños en Logroño, recibí un WhatsApp de nuestro hijo Jeremy en
Minnesota: “Bueno, estoy en el hospital,
esperando que el cirujano me quita el apéndice.” Fue un susto para nosotros, y una experiencia
desagradable, por la distancia y nuestra incapacidad de ayudarle, aparte de
ofrecer nuestras oraciones. Y peor,
Teresa, la esposa de Jeremy, estaba en la autopista, porque iba a un festival
en Minneapolis. Ella volvía, pero Jeremy
estaba solo cuando entró en la sala de cirugía.
De verdad, si hubiéramos estado en Montana, en vez de España, todavía
nuestra inutilidad hubiera sido igual, pero nos afectaba un poco más, creo, por
estar aquí.
Gracias a Dios, todo resultó bien. Fue una decisión sabia y misericordiosa de
parte de Jeremy, que no nos informó del problema hasta justo antes de la
cirugía. En vez de un día completo de
preocupación, solo pasamos 3 horas, entre recibir el primer mensaje y luego el
mensaje después de la cirugía exitosa.
Damos gracias a Dios por las maravillas de medicina, y el servicio bueno
de los médicos y enfermeros.
Todavía, una apendicitis es grave, y si fuera 1916 en vez
de 2016, probablemente nuestro hijo habría muerto. Y no sé cómo habríamos reaccionado. Porque la muerte de un niño es horrible. La muerte es siempre mal, pero cuando muere
una persona mayor, podemos aguantarlo mejor.
Ha vivido una vida larga, y sus hijos continúan la historia
familiar. ¿Pero la muerte de un hijo, mi
hijo, mi hija? No sé vuestras historias
personales, quizás he tocado un tema sensible, quizás sabes algo de este tema
triste. Me preocupe enfocar en este
tema, pero es importante, porque la muerte de un hijo es un desafío grande a
nuestra fe. Quizás los padres aquí, como
yo, suelan pensar que nuestra fe es fuerte.
Pero la realidad es que es muy difícil mantener la confianza de
que Dios es bueno y amoroso, cuando tu hijo muere.
Si este tema te ha dado un recordatorio de dolor, te pido
disculpas, no quiero causar pena a nadie.
Pero mis disculpas no cambian la realidad de que padres a veces sufren
la muerte de sus hijos. Es demasiado
común; es una realidad de este mundo.
Y, también es una historia muy común en la Biblia. Hoy tenemos dos viudas quienes pierden hijos,
y hay más como estas en las Escrituras, y también parejas privadas de
hijos. Estas historias están en todas
partes de la Biblia. Además de la viuda
de Nain y la viuda de Sarepta, de nuestras lecturas del Evangelio y Antiguo
Testamento de hoy, hay también Eva, la madre de Abel, asesinado por su hermano
Caín.
Tal vez recordáis a Job y su mujer, y la muerte de sus
siete hijos y tres hijas. Hay una mujer de Sunem, para quién el profeta Eliseo,
el sucesor de Elías, también resucitó a su hijo muerto, en una historia muy
parecida a la de nuestra lectura del Antiguo Testamento de hoy.
Además, está Noemí, la suegra de Rut, quien quería que no
se llamara Noemí, pero Mara, que en hebreo significa amarga, porque ella había
perdido a su esposo, y a dos hijos. Hay
Betsabé, quien perdió su primer hijo con Rey David, debido a su pecado. En la historia de la Navidad, siempre tenemos
que recordar el sufrimiento de las madres de Belén, quienes con sus hijos
sufrieron la ira de Herodes, cuando los reyes magos se marcharon sin decirle dónde
estaba el Cristo. Y hay más.
La muerte de un hijo o hija es tan triste, y
dolorosa. Siempre nos hace preguntar:
¿Por qué? ¿Por qué ocurrieron, y por qué están escritos tantas historias
parecidas en la Biblia? ¿Sirven para
algún buen propósito?
Sí. Aunque son difíciles para nosotros leerlas
o escucharlas, hay al menos tres propósitos en estas historias.
Primero: La muerte
de hijos nos enseña de la gravedad del pecado. Inmediatamente después de comer la fruta
prohibida, Adán y Eva reconocieron su desnudez, y su vergüenza. Las maldiciones de Dios y las dificultades de
la vida fuera del jardín les enseñaron aún más.
Pero en el día que su primer hijo mató a su segundo, entendieron la
gravedad del pecado en un sentido diferente, el sentido de padres privados de
un hijo amado. No quiero decir que Dios
permite la muerte de hijos porque Él quiere dañarnos. La culpa de la muerte es nuestra, es
consecuencia de nuestro pecado, y no podemos evitar nuestra
responsabilidad. Dios no se complace en
la muerte del pecador. Pero Dios sí sabe
que, para querer y buscar a un salvador, necesitamos entender la gravedad de
nuestro pecado, y en la muerte de un hijo, encontramos una demostración muy
fuerte.
No podemos continuar mucho tiempo en esta situación. Cuando la ley de Dios, el pecado y nuestra
culpa nos atacan y nos presionan con tanta fuerza, necesitamos un rescate
pronto. Aunque la realidad de la ley y
un entendimiento de la gravedad de nuestra situación son necesarios, no nos
ayudan escapar de nuestro predicamento.
No nos salvan. Necesitamos
socorro, pronto.
Gracias a Dios, viene pronto el segundo propósito de la
presencia de tantas historias de la muerte de hijos en la Biblia. A través de estas tragedias, podemos ganar un
entendimiento de la profundidad del amor de Dios. Estos hijos muertos, mártires de la fe, son
iconos de Cristo, el Hijo de Dios. Nos
dan un cuadro del evangelio, una representación poderosa del amor de Dios
Padre, quien envió a su amado Hijo para salvarnos a nosotros pecadores, a
través de su propia muerte. El dolor que
afrontamos en la muerte de un hijo es una pequeña parte del dolor experimentado
dentro de Dios, cuando el Padre eterno, fuente de todo amor y justicia, dejó
sufrir a su Hijo Jesucristo en nuestro lugar, sufriendo el castigo merecido por
todo el pecado del mundo.
¿Por qué? ¿Por qué
lo hizo Dios? ¿Por qué Jesús
voluntariamente se sometió a nuestra muerte?
Porque el amor de Dios es aún mayor que la gravedad de nuestro
pecado. Porque Dios quería, y todavía
quiere tenerte consigo mismo, para bendecirte y amarte eternamente. El deseo de Dios en darnos estas historias es
también el deseo de que San Pablo nos habla hoy: que seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la
anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de
Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la
plenitud de Dios. Todo esto encontramos
en la muerte, y la resurrección, de Jesús, el Hijo de Dios.
Entonces, el tercer propósito de las historias de la
muerte de hijos es darnos confianza en esta vida, confianza que ahora ni aún la
muerte tiene poder sobre nosotros.
Aunque todavía va a tocarnos, la muerte no puede separarnos de Dios,
debido al amor de Dios que ha sido derramado sobre nosotros en el único Hijo
del Padre, quien voluntariamente se sometió a la muerte en una cruz, para
perdonar todos los hijos de los hombres, para tener misericordia de toda la
humanidad.
Con Cristo Jesús, tenemos confianza
en la faz de cualquier problema, porque el Hijo del
Padre no quedó muerto. Por lo tanto, quienes son de Él tampoco van
a quedar muertos, porque en nuestros bautismos, hemos sido unidos a su muerte,
y su resurrección. Mejor es nuestra
bendición que las de los hijos de las viudas en nuestras lecturas de hoy,
porque sus resurrecciones eran para continuar en este mundo pecaminoso. Pero nuestra resurrección será para entrar en
la vida eterna, la vida de gloria y paz.
Para los cristianos, la muerte que importa ya ha pasado, estamos ya
vivos eternamente en Cristo. Por eso,
podemos vivir sin miedo, y con amor, sirviendo a nuestros prójimos con el amor
que hemos recibido del Padre.
Y cuando nos vienen problemas, cuando la muerte, el
pecado, cuando las realidades difíciles de este mundo también nos afectan,
sabemos dónde podemos ir. Podemos
recurrir a Cristo, para recibir en nuestros oídos su perdón, para lavar nuestras
vestiduras blancas en la sangre del Cordero, para oír y creer otra vez que
nuestro Padre nos ha amado perfectamente, y nos continúa amando, hoy, y en el
mundo venidero, donde nos regocijaremos con todos los fieles santos, para
siempre.
Damos gracias por la medicina moderna,
y por la cirugía exitosa de nuestro hijo. Alabamos a Dios
por cada momento bueno con nuestros queridos. Pero nuestra esperanza no es
vivir una vida larga aquí con nuestros queridos. Nuestra esperanza
es el Hijo de Dios, quien murió, y resucitó, y con quien viviremos
eternamente, en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo,
Amén.
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