Decimocuarto
Domingo después de Trinidad
2 de Septiembre de
2018
San Lucas 17,
11-19
¡Jesús, Maestro,
gracias por tu misericordia!
El evangelio de este domingo nos lleva de
la mano al relato de un encuentro de Jesús con un grupo de diez leprosos a la
entrada de una aldea del norte de la Palestina.
Encontrarse con un leproso no era como
encontrarse con un amigo en la Gran Vía de Madrid. La lepra es una enfermedad
infecciosa, poco común, que invalidaba a la persona, secaba la piel, los
músculos y hacía que se perdieran extremidades. La ley mosaica del templo les
obligaba a guardar distancia, a avisar a gritos que eran leprosos, para que la
gente se alejara por miedo al contagio. Eran apedreados, insultados, golpeados
con palos, expulsados por la fuerza, y tenidos como culpables de haber sido
castigados por Dios por algún pecado grave. Habitaban cuevas, desiertos o
cementerios. Tenían prohibido ir a las actividades normales ni siquiera al
templo o la sinagoga. En la noche o en la mañana temprano, mientras todos
dormían, se acercaban a los pueblos para buscar comida, agua, ropa o saludar a
distancia a los seres queridos.
El aspecto monstruoso de sus rostros y
cuerpos eran incompatibles con la vida en sociedad. Ser leproso significaba ser
un muerto en vida, un verdadero zombie. Nadie te tocaba, nadie te besaba, nadie
te hablaba, no podías trabajar ni pedir dinero ni estar con tu familia ni tus
amigos, todos te rechazaban. ¿Te imaginas tener que vivir así?
Jesús lo sabía.
Para colmo, entre los diez leprosos había
samaritanos, según declara el texto, vistos como extranjeros y enemigos de los
judíos, indignos de ser tenidos en cuenta tras el gran cisma en tiempo del rey
Roboam, hijo de Salomón, nueve siglos antes, tras un golpe de estado, que
dividió el Pueblo del Señor en dos, el reino del norte, llamado Israel al
principio, y luego llamado Samaria, y el reino del sur, llamado Judea. Los
norteños, excomulgados del templo, ni siquiera adoran al Señor en Jerusalén, sino en el monte Gerizim hasta nuestros días.
Samaritanos entonces, eran gente poco
recomendable en aquellos días para un judío, aún para Jesús, judío de
nacimiento, pero criado en el norte en Galilea, cercano a ellos.
De igual manera que nosotros al reconocer
nuestros pecados oramos el "Kyrie", “Señor, ten piedad,” los diez
leprosos sabían que nada podían hacer para ser liberados de su enfermedad por
sí mismos, salvo un acto gracioso de la misericordia de Dios. Cansados de gritar
que eran leprosos para que la gente se apartara de ellos, en su desesperación
gritaron con más fuerza todavía, a Jesús: "¡Jesús, Maestro, ten misericordia
de nosotros!"
Ellos sabían cuáles eran sus límites, se sintieron
y se sabían enfermos, imperfectos, pecadores y esperaban que Jesús podía
ayudarlos. Porque, en este momento de su carrera, todos le reconocen a Jesús como
un gran maestro, un profeta poderoso.
Por su parte, Jesús entiende la situación
triste de los leprosos, porque está en el camino a la Cruz, donde sufriría en
su lugar, y en el nuestro, en el lugar de todos. Su presencia en la tierra y su ministerio tenían
desde el principio el propósito principal de que Él iba a quitar todos los
pecados y todo el sufrimiento del mundo, cargándolos sobre sí mismo, para expiarlos
en su Cruz. Salvar y presentar a su
Padre un pueblo santo de todas las naciones es su meta, y su gran gozo.
Por lo tanto, Jesús no mira la
etnia, ni el aspecto, ni se escandaliza por el atrevimiento, tampoco alude a su
cansancio después de haber caminado durante horas para llegar hasta aquella
pequeña aldea.
Lo que escucha es el grito del corazón
desesperado que clamaba a Él. "¡Jesús, Maestro, ¡ten misericordia de
nosotros! Muy bien, Él es el Salvador del
Mundo. ¿Cómo pasar de largo? ¿Cómo ser insensible ante ese dolor? Solamente Él
podía ayudarlos. ¿Qué pensáis que hará?
Nuestra condición humana nos muestra que
podemos vivir sin hacer misericordia a nadie, es una opción. La opción de hacer misericordia es elegida solo
por aquellos que han recibido, de forma impactante, misericordia en sus vidas. Gloria sea a Dios, Jesús es la misericordia
encarnada.
Muy bien. Hemos visto el pecado y el fruto
del pecado del hombre, en forma de lepra esta vez. Ahora vamos a ver la Palabra
de Dios en acción, que como sabéis, es sanadora, salvífica y transformadora. Una
Palabra que, lejos de exigir fe, de verdad produce fe en nosotros y luego nos
reta a seguir el camino de esa fe recibida.
Jesús pone su condición a esa petición de
sanidad: “Id, mostraos a los sacerdotes.” Jesús
les demanda la obediencia de ir y presentarse ante los sacerdotes judíos, porque
ellos tenían la autoridad de reconocer su curación y readmitirlos a la sociedad. Junto con cumplir la ley mosaica, Jesús con
su instrucción de acudir a los sacerdotes estaba dando evidencia pública de que
el Mesías de Dios había llegado con su salvación.
¿Qué
ocurrió finalmente?
El texto nos enseña que fueron sanados
mientras iban de camino. Imagínate: Alegría,
estupefacción, sorpresa, gritos de gozo, abrazos, llanto, liberación de la
angustia, saltos, baile... Que gran momento.
Ahora, si quieren ser reinsertados a la
sociedad, tendrán que acudir a los sacerdotes para que ellos comprueben que estén
limpios de la enfermedad. No pueden irse sin verlos. Los sacerdotes
preguntarían quien les hizo el milagro y Dios sería glorificado en Jesús. Sin
embargo, este no es el final de la historia.
Uno de los diez, solo uno, con gran
alegría, pospuso su visita a los sacerdotes y volvió. Pero Jesús no se sorprende que uno ha vuelto,
sino que solo uno ha vuelto, y no diez.
Jesús se pregunta: "Les he devuelto
la vida ¿y solo uno viene?" Y, al
escuchar el acento de sus gritos, se da cuenta de que no era judío, no era del
Pueblo de Dios, sino un samaritano, un excomulgado de Judá. ¡Cómo es la
condición humana!
La Palabra de vida había sanado a este
leproso sensato; esa Palabra ha hecho nacer la fe en él, sin mérito previo. Su lepra le reveló su condición desesperada,
y su curación le ha dado fe en Jesús, que ya ha dejado de ser un mero rabino
para él, más bien ahora entiende el samaritano que Jesús es Dios mismo. Por eso se postró,
rostro en tierra, a sus pies, reconociendo su pecado sanado, rindiéndole
culto y acción de gracias, lleno de gratitud y grandes lágrimas.
Es como Lutero nos explica: "... el
hombre por sí mismo, o por su propio poder natural, no puede hacer nada ni
ayudar nada en su conversión, y que la conversión no es sólo en parte, sino única
y exclusivamente la operación, dádiva
y obra del Espíritu Santo, que la ejecuta y la efectúa por su poder y
fortaleza, mediante la palabra, en el intelecto, la voluntad y el corazón del
hombre, en tanto que este no hace ni obra cosa alguna, sino que sólo sufre, (es decir, recibe la
conversión)".(Declaración
sólida de la Confesión de Augsburgo pág, 358).
El leproso curado ha recibido a Jesús,
como hoy lo hacemos en la Santa Cena, con pureza de fe, sin importar su origen
ni su clase ni su condición, plenamente aceptado y acogido por Jesús, en su
cuerpo, en su sangre, en su Palabra y la operación del Espíritu Santo.
Todavía Jesús no ha dicho nada, salvo
preguntar dónde se habían metido los nueve restantes, también sanados. No hay
respuesta fácil a esa pregunta. La respuesta es que muchos son los llamados y,
desgraciadamente, poco los que han escuchado y creído la voz de Dios. ¿Qué
respuesta hubo en ellos a la Palabra que les salvó? No vemos que se han sido convertidos. Esperamos que luego la fe brotara en ellos
también, que llegaran a reconocer que Jesús es el Salvador único de sus
espíritus, almas y cuerpos, una salvación plena y eterna.
Finalmente, Jesús muestra a sus
discípulos la nueva realidad del Reino de Dios, declarando al samaritano: Levántate, vete; tu fe te ha salvado. Con estas palabras Jesús revela a los futuros
Apóstoles que judíos y gentiles recibirían plena salvación sin
diferencias, una verdad tan sorprendente que no llegarían a reconocerla plenamente hasta que Pablo
mostró esa realidad en el primer concilio de Jerusalén, como está escrito en el
Hechos 15.
Lo que Jesús dice al sanado, también dice a
nosotros, sanados igualmente de la lepra espiritual en las aguas bautismales: ¡Levántate
de tu condición de pecado que te destruyó la vida! ¡Déjala atrás! ¡Camina como
peregrino en esta vida, sin regresar atrás ni perderte en tu pasado, vive de
nuevo conmigo! ¡Renuévate diariamente en mis promesas, y en la comunión con mi
cuerpo y en mi sangre! Porque la fe que pusiste en mi Palabra, recibida como
don de Dios para ti, te ha salvado, para que seas auténticamente libre.
¡Jesús,
Maestro, gracias por tu misericordia! Amén.
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