Decimoctavo Domingo después de Trinidad
San Mateo 22:34-46
¿Qué de la Ley? ¿Qué del Cristo?
Justo antes del comienzo de la
lección del Evangelio de hoy, Jesús tuvo una interacción con los saduceos, un
partido religioso y una escuela de teología de los sacerdotes de Israel. Le
hicieron una pregunta sobre la resurrección. Pues, los saduceos no creían en la
resurrección, por lo que estaban tratando de atrapar a Jesús con su astucia.
Pero no funcionó muy bien para ellos. De hecho, esta interacción terminó con
Jesús diciendo: "Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de
Dios". Y todo esto sucedió frente a una multitud de personas, por ende,
los saduceos solo pudieron alejarse humillados.
Aquí es donde comienza el
Evangelio de hoy. Los fariseos, otro partido y escuela teológica, habían oído
que Jesús había silenciado a los saduceos, quienes eran rivales suyos. Esta fue
la oportunidad perfecta para dar un doble golpe. Uno contra la autoridad de sus
rivales religiosos, los saduceos, otro contra Jesús. Si las cosas vayan bien,
podrían terminar siendo vistos como la autoridad religiosa suprema.
Entonces se juntan para idear
una pregunta tan difícil que dejaría a Jesús sin palabras. Los saduceos ya
estaban silenciados frente a la multitud. Si pudieran silenciar a Jesús frente
a la multitud, la autoridad farisaica sería incuestionable e inigualable.
Ellos idean una pregunta que
incluso habría impresionado a Sócrates. Le preguntan a Jesús: "¿Cuál es
el gran mandamiento en la ley?" Es una pregunta lista, de verdad,
particularmente si, como los fariseos, piensas mucho en los detalles de la Ley
de Dios, debatiendo y comparando una ley contra otras. Dentro de este ámbito, si
Jesús nombrara un mandamiento específico, podrían acusar a Jesús de sugerir que
otros mandamientos sean menos importantes, o incluso carezcan de importancia.
Ya acusaban regularmente a Jesús de ser un infractor de la Ley, por hacer cosas
tales como comer con los publicanos, y con otros de reputaciones malas. Si pudieran lograr que Jesús se metan en un
debate sobre la Ley, piensan que su victoria sería garantizada.
Sin embargo, cualquier que fuera
su plan, Jesús no se metió en la trampa. Los debates sobre detalles de la Ley
son un pasatiempo de hombres. Pero Jesús
sabe que la Ley en sí es de Dios, por lo tanto, los debates humanos son
inútiles. En vez de entrar en un
argumento, nuestro Señor resume toda la Ley y les explica el principio
fundamental: Dios está por encima de todo; Él debe ser amado perfectamente.
Luego, si eso no fuera
suficiente para los fariseos, les dice cómo se vive esa Ley en la tierra.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay nada más que decir. Es la respuesta
perfecta. De hecho, son los fariseos los que están siendo silenciados. Ellos no
tienen respuesta. Han atacado con la Ley, pero Jesús ha revelado como su hábito
de debatir sobre detalles es inadecuado.
Está claro para todos que no son la autoridad religiosa suprema.
El poder de la respuesta de
Jesús viene del hecho que los fariseos no solo están silenciados, sino que
también están acusados. No han amado al Señor con todo su corazón, y con toda
su alma, y con toda su mente. Ciertamente no han amado a sus vecinos como a sí
mismos. Para ellos, la ley es una herramienta para distinguirse de los otros
pecadores, para que se sienta superior.
Para Jesús, para Dios, la meta de la Ley es amor. Irónicamente, los fariseos están acusados
bajo la misma Ley que intentaron usar como arma contra el único que ha guardado
la Ley perfectamente, sin error, sin pecado, y con pleno amor.
¿Y nosotros, somos diferentes?
¿Pensamos de la Ley de Dios como guía de amor, o como herramienta de jactarnos
sobre nosotros mismos, y menospreciar a otros?
¿O tal vez hacemos el error opuesto, que rechacemos a la Ley como un
límite injusto de nuestra autonomía y libertad?
¿Quién de nosotros puede escuchar estas palabras de la boca de nuestro
Salvador y decir: "He guardado esta Ley"? Debemos arrepentirnos.
Todos somos acusados bajo la Ley, pero eso no significa que la Ley sea
algo malo. ¡Todo lo contrario! Los fariseos lo usaron por mal. Querían usar la Ley para atacar al Cristo.
Pero Jesús la usó para bien. La usó para silenciarlos y acusarlos, pero luego tenía
una pregunta propia. "¿Qué pensáis del Cristo?" "¿De quién es
hijo?" Por la gracia de Dios, ellos responden: "De
David." ¡Estaban equivocados a cerca de la ley, pero esta es una buena
respuesta! La promesa de Dios en la
Escritura es que el Cristo sería un descendiente del antiguo gran rey,
David.
El campo de competición ya había
cambiado totalmente. Si los fariseos
todavía pensaban que eran retóricamente astutos, estaban a punto de recibir una
lección de retórica, y de teología. Jesús les pregunta: "¿Pues, cómo
David en el Espíritu le llama Señor?"
Ahora, podríamos sentir la tentación de poner una sonrisa irónica en
nuestras caras, y celebrar la victoria de Jesús. Pero esto se debe al hecho que
tendemos pensar que Jesús esté tratando de derrotar a los fariseos.
Incorrecto. Jesucristo desea su salvación. Él se está
acercando a ellos. Vinieron a él con antorchas y garrotes, y con una
muchedumbre enojada, deseando su destrucción. Pero una y otra vez, Él los acoge
y los invita a escuchar la verdad. No debemos odiar a los fariseos. Jesús no
los odia. Jesús invita a los fariseos a contemplar cómo es que el Hijo de David
es el Señor de David. Y cuando Jesús se acerca a ellos, también nos está invitando
a meditar en este misterio. Él nos invita a considerar quién es el Cristo.
El Hijo de David es el Señor de
David porque Él es el SEÑOR, el único Dios verdadero, ahora presente en carne
humana, el eterno Hijo de Dios, que descendió de gloria para ser nacido de la
Virgen María, descendiente de David. Así
Él es el Señor, y el Hijo de David. Él
es también el libertador de Israel, que habló desde la zarza ardiente. Él es la
columna de fuego que los condujo de noche. Él es quien envió el maná, la comida
del cielo.
Y aquí está la gran sorpresa:
El mismo Señor que en su Ley nos ordena que amemos perfectamente y sin
falta, por su parte, nos ama perfectamente y sin falta...a pesar de nuestras
imperfecciones y fracasos. Él es constante. Él es confiable. Él es
misericordioso.
Nuestro Señor pudo haber
preguntado a los fariseos: "¿Cómo es que el arbusto ardía, pero no se
consumió?" O, "¿De qué fue hecha la columna de fuego?" O,
"¿Cómo se envió el maná desde el cielo?" Pudo haber hecho cualquier
cantidad de preguntas difíciles o confusas, lo que habría aturdido a los
fariseos y los habría dejado sin palabras. Pero no lo hizo. Para amar a ellos, Jesús les pregunta algo más
importante.
Realmente no hay una pregunta
más importante que la pregunta de Jesús. "¿Qué piensas del
Cristo?" Así como toda la Ley nos lleva de vuelta a "No
tendrás otros dioses", así también toda la teología, tanto la Ley como
el Evangelio, llevan a esta pregunta: "¿Qué piensas del Cristo?"
El Cristo, nuestro Señor Jesús, es
la revelación del amor de Dios. Es el
cumplimiento de la Ley, y el contenido del Evangelio. Es el Camino, y la Verdad, y la Vida. Él
tiene las palabras de la vida eterna. No hay otras preguntas, y ninguna otra
respuesta.
Jesús es el Cristo, el Hijo del
Dios viviente. Nos invita a reflexionar
sobre la pregunta: "¿Qué piensas de Cristo?" Es una invitación a
reflexionar sobre el Evangelio. Es una invitación a meditar sobre la misericordia
de Dios, y cómo Él ha mostrado esa gracia pura a cada uno de nosotros, a través
de Jesucristo, nuestro Señor. Es una invitación a meditar sobre el valor que tu
Creador ha puesto sobre ti. Porque fuiste comprado, pero no con oro o plata.
No, fuiste comprado con la sangre santa, preciosa, y el sufrimiento inocente y
la muerte de Jesucristo. Nunca se ha comprado nada a un precio más alto.
Entonces, ¿qué decimos sobre el
Cristo? ¿Qué mensaje sobre Dios y su
plan de salvación pudiéramos compartir con un amigo, un vecino, o un
pariente? Digamos lo que Jesús nos
enseña, que Él es nuestro Salvador, que murió para que podamos vivir. Él ha
luchado y ha ganado el perdón y la salvación para los fariseos, para ti, y para
todos.
Este mensaje que tenemos para
compartir es también nuestra alegría y paz.
Porque en el Hijo de David, eres perdonado, de hecho, y tu salvación
está segura.
En el nombre del Padre, y el Hijo, y del Espíritu Santo, Amén.
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