Cuarto Domingo después de Trinidad
14 de julio, A+D 2019
Es Todo Acerca del Perdón
Sed, pues, misericordiosos,
como también vuestro Padre es misericordioso.
Desde el primer momento mojado hasta nuestra última respiración, la fe y
la vida cristiana son, en su esencia, acerca del perdón.
Hoy es un día especial, en lo
que celebramos una confirmación y dos bautizos.
Por ende, es natural que reflexionemos sobre los fundamentos de ser un
cristiano, de lo que consideramos lo básico del reino de Dios. Y por la providencia del Espíritu Santo,
obrando a través de las lecturas asignadas para hoy, el Consolador nos está
ayudando comprender que el centro de la fe y la vida cristiana es el
misericordioso perdón que nos otorga el Señor.
Es todo acerca del perdón.
De Génesis capítulo 50 oímos
como José nunca pensaría en negar el perdón y reconciliación que Dios ya había
realizado entre él y sus hermanos. Le
habían hecho muy mal a José, vendiéndolo a la esclavitud y fingiendo su muerte
a su padre, pero lo que sus hermanos querían como mal contra José, Dios lo
había encaminado a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a
mucho pueblo. El perdón superó el odio,
para salvar vidas, lo cual es la voluntad de Dios.
San Pablo nos llama a la
misericordia, aun y especialmente con nuestros enemigos y perseguidores. De hecho, esto es como Dios trató con
nosotros, cuando aún éramos sus enemigos.
Como dice Jesucristo mismo, “Sed, pues, misericordiosos, como también
vuestro Padre es misericordioso.”
La vida no te enseña que es
todo acerca del perdón. Aprendemos muy
pronto no tanto de perdonar, sino de defendernos. O tal vez, si eres capaz, aprendes como
impedir que los otros te dañen a través de aparecer duro o peligroso. Pero, este camino de lucha nos dirige a fines
males, porque, no importa tan fuerte y duro que seas, eventualmente vaya a
venir alguien más poderoso.
Pero imagínate, el Todopoderoso, el Creador y el Rey del universo, no quiere la venganza (aunque
la venganza es suya, como él declara).
No, el todopoderoso Señor se deleita en misericordia, en el perdón, en
la bondad. Sed, pues, misericordiosos,
como también vuestro Padre es misericordioso.
¡Qué maravilla! Pero, puesto que Dios quiere que el perdón
sea el centro de su Iglesia, ¿por qué somos tan capaces de pensar que otra cosa
debería ser el centro de la fe y la vida cristiana? De hecho, hay innumerables historias de
nuestros esfuerzos de dar prioridad a otra faceta de la Doctrina de
Cristo.
Muchas veces queremos enfocar
en la autoridad. Discutimos sobre quien
tiene el poder en la Iglesia. Puesto que
el Señor es el Todopoderoso, no debería haber mucha duda. Sin embargo, nuestra tendencia de enfocar
toda nuestra energía en agarrar y mantener el poder en la Iglesia es
constante.
Sabemos muy bien lo que Cristo
Jesús específicamente dijo a sus doce discípulos, cuando discutían sobre quién
de ellos tendrían más autoridad en el reino de Dios: Sabéis que los
gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que los grandes ejercen
autoridad sobre ellos.26 No ha de ser así entre
vosotros, sino que el que quiera entre vosotros llegar a ser grande, será
vuestro servidor, 27 y el que quiera entre vosotros
ser el primero, será vuestro siervo; 28 así como el
Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su
vida en rescate por muchos. Es todo
acerca del perdón, no del poder o autoridad humana, porque toda autoridad
pertenece a Dios, y Él usa su autoridad para salvarnos.
Otra cosa que nos gusta poner
en el centro de la fe y la vida cristiana son las buenas obras. Y es cierto que las buenas obras son
sumamente importantes. Hemos sido
creados para amar, es decir, para hacer buenas obras para otros. Pero, verdaderas buenas obras solamente
puedan seguir después de la fe salvadora, la cual confía
sólo en el perdón de los pecados. Como
dice Jesús en San Juan 15, hablando de la fe creado por la Palabra y también de
las buenas obras: Vosotros ya estáis
limpios por la palabra que os he hablado. 4 Permaneced
en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si
no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. 5 Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da
mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer. Jesús quiere ver mucho fruto en sus
discípulos, por lo tanto, el perdón tiene que ser en el centro, porque es la
Palabra de perdón que nos une a Cristo, para que Él produzca buenas obras en
nosotros.
Es todo acerca del perdón. Intentamos elevar otros bienes, como la
sabiduría humana, o las bellas artes, o la fraternidad humana. Cada uno es un don de Dios, lo cual puede
servir muy bien en la adoración del Señor y el cumplimiento de los mandamientos
de amar y servir a Dios, y a tu prójimo como a ti mismo.
Pero nuestra sabiduría nunca
hubiera pensado en sacar nueva vida de la muerte del Hijo de Dios. Nuestro concepto de belleza no encaja con la
belleza del amor derramado por el Santo de Dios, moribundo en una cruz. Nuestra fraternidad puede ser bella, nuestra
inteligencia impresionante, pero ninguna de las dos resolverá nuestra enemistad
con Dios ni tampoco pueden cancelar nuestra cita con la muerte. Pero Jesús en su amor sacrificial nos ha
convertido en hermanos suyos. Cristo nos
ha vuelto a la fraternidad divina. En su
sabiduría misteriosa nos ha hecho hijos e hijas de Dios, hermosos en los ojos
del Padre.
Es todo acerca del perdón,
pero el mundo no quiere oírlo. De hecho,
considerando todas las maneras por las cuales los cristianos intentan
distorsionar la fe y quitar el perdón de su lugar central, parece muchas veces
que los cristianos tampoco quieren oír tanto del perdón.
Esto viene de la voluntad
terca de nuestra carne orgullosa. El
mensaje de perdón, junto con el amor que lo acompaña, también nos puede parecer
como ascuas de fuego sobre la cabeza, igual como parece a los enemigos de la
Iglesia. La verdad temerosa es que, por
nuestra naturaleza, no queremos perdón.
Mejor dicho, no queremos admitir que necesitemos perdón, precisamente
porque es el perdón de los pecados.
No queremos admitir que somos
pecadores desesperados, sin la capacidad de merecer el amor de Dios. Hay un obstáculo de humildad al inicio de la
vida cristiana, un obstáculo que suele reaparecer diariamente. Preferiríamos ser no solamente beneficiarios
de la salvación, sino más bien queremos ser socios en la obra de salvación,
contribuidores, tal vez con nuestro nombre en el listado de autores acreditados
en la cubierta del Libro de Vida. Pero
hay solo un Autor de la Fe, solo Uno que puede recibir el crédito, Jesucristo,
el crucificado y resucitado, la fuente de perdón.
Por eso, siempre me quedo un
poco inquieto con las confirmaciones. No
me malinterpretéis. Estoy muy feliz de
oír la buena confesión de Irene, y será un gozo y un privilegio otorgarle la
Santa Cena por la primera vez en algunos minutos. Pero, una confirmación de la fe nos podría parecer
más como un logro, y lo es en un sentido.
Requiere estudio, compromiso, y perseverancia. Y seguramente es bueno hacerlo, porque Cristo
mismo nos llama a confesarle públicamente.
Pero siempre acordémonos del hecho que, al centro de la fe confesada en
la confirmación es esta realidad: es
todo acerca del perdón de los pecados.
De hecho, la meta y la gran alegría de la confirmación es compartir
juntos en la Santa Cena, otra forma del reparto por parte de Cristo de su
perdón, el Evangelio que comemos y bebemos.
Hay que cuidar que la
confirmación no nos conduzca a pensar en nosotros mismos, en nuestra
contribución. Por eso, por lo bonita que
sea la confirmación, mejor es el bautismo de niños.
No es que los niños no
necesitan crecer en la fe, aprender su contenido, y confesarla para acceder a
la Santa Cena. Queremos ver que el
bautismo conduzca a la confirmación, a la Santa Cena, a la recepción del
Evangelio en todas sus formas. Pero en
el bautismo de un niño, como hemos visto hoy, la realidad que es todo un don de
Dios es bien clara. Nada viene del parte
del niño.
Leo y Adrián han sido
públicamente adoptados por Dios, declarados santos, unidos por la promesa del
Espíritu Santo al cuerpo de Cristo, lo cual es la Iglesia. Es 100% una obra de gracia y amor, y el
perdón de los pecados está en el centro de todo. En el Bautismo, como en todas formas del
Evangelio, Dios nos da a sí mismo, y Él no usa medidas parciales. No, el Señor siempre nos da una medida buena,
apretada, remecida y rebosando, incluido cuando nos da a sí mismo, a través del
agua unida a la Palabra.
Como en la fe, así también en la vida
cristiana. El perdón es el rasgo
central. Como dice Jesús, el discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere
perfeccionado, será como su maestro. Y
nuestro Maestro Jesús enfocó cada día de su ministerio en una sola cosa: lograr
para nosotros el perdón de los pecados.
La madera de su pesebre fue convertida en
la madera de su cruz. Todo su enseñanza
y ejemplo y servicio a los otros apuntaban al Monte Calvario, donde, aun en los
momentos más arduos, Jesús todavía pensaba en el perdón, rezando por sus
torturadores: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”
Ahora, en la nueva realidad redimida que
Dios reveló en la Resurrección, estamos libres para vivir de perdón, libres
para acudir a Dios diariamente, para limpiarnos de toda maldad, y también para
recibir amor y perdón para compartir con otros.
Esto es la fe y la vida cristiana, el
camino de los bautizados,
en el Nombre del Padre,
y del Hijo,
y del
Espíritu Santo, Amén.
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