Tuesday, January 2, 2018

La Bendición Mejor

Primer Domingo después de la Navidad
La Bendición Mejor

Lucas 2:22-40, Galatas 4:1-7

     Estamos en medio de una temporada de bendición.  Es verdad que más y más en la cultura actual, estamos escondiendo a Jesús durante la Navidad, o el Jesús que se está presentado es una versión falsa.   Sin embargo, la Navidad todavía es una temporada de bendición.  



     Esto es correcto; así debería ser.  Que siempre intentemos que el verdadero Jesús sea el centro de las fiestas navideñas.  Pero, no es poca cosa que, aun cuando errores fundamentales manchan las celebraciones, todavía durante la temporada hablamos mucho de bendición.  Y siempre que todo el mundo está pensando en bendiciones, haya una oportunidad evangélica para anunciar la verdadera bendición de la Navidad. 

     ¿Cómo lo haremos?  Los evangelios nos ofrecen muchas palabras de bendición para sazonar a nuestras conversaciones.  Podemos recordar la Anunciación, la visita de Gabriel a María, cuando el mensajero celestial anunció la Encarnación del Hijo de Dios en su matriz, y María respondió con la voz de fe, sencilla y profunda:  He aquí, la sierva del Señor. 
     O el mensaje en sueño del ángel que condujo a José a cuidar a María y Jesús:  No teme, José, el Hijo engendrado en María es santo, y va a salvar a su pueblo de sus pecados.  
     Hay la exclamación de Elisabet y el cántico de María que surgieron cuando la prima joven fue al campo a visitar a la mayor, las dos milagrosamente encintas:  Mi alma magnifica al Señor.
   También tenemos el cántico de Zacarías en el nacimiento de su hijo Juan, el Bautista, y las propias palabras de Juan cuando Jesús vino a él para ser bautizado:  He aquí, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. 




     Y, por supuesto, son consoladoras las palabras del cántico de los ángeles en la Nochebuena, anunciando a los pastores el nacimiento del Salvador, Cristo el Señor, en Belén.  Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres. 

     Todos estos están llenos de palabras de bendición, primero en el sentido de proclamar alabanzas al Dios que hacía estas cosas, “Bendito sea el Señor, Dios de Israel,” y más, como anuncios de bendiciones en el sentido de buenas nuevas para toda la gente, a través del nacimiento del Hijo de María.    
  
     Hoy, tenemos una canción más de bendición, el Cántico de Simeón, cantado por este profeta anciano, desde el Templo, donde los padres de Jesús le llevaron para cumplir los requisitos de la Ley.  Con el Niño en sus brazos, Simeón celebró el cumplimiento de una promesa, y la paz que viene de saber que estás perfectamente preparado para morir.  Con tal confianza en su salvación, la cual fue encarnada en el bebé que estaba en sus propios brazos, Simeón cantó sobre la bendición que es este bebé. 


     De los muchos cánticos de los Evangelios, y especialmente de San Lucas, el de Simeón es el último para llegar a ser parte de nuestra liturgia dominical.  El Nunc Dimittis, en latín, o el Cántico de Simeón, desde muy temprano en la historia de la Iglesia estaba cantado durante Vísperas, la oración de la tarde entrando en la noche, una canción adecuada en la preparación para dormir, puesto que en Cristo nuestra muerte es convertido en un breve sueño, prólogo de la vida eterna.  Entre los luteranos, en los siglos 19 y 20, surgió la idea de también usar el Nunc Dimittis en la liturgia de la Santa Cena.  Después de unos intentos, se encontró un sitio permanente en la Eucaristía Luterana: el cántico post-comunión, una nueva extensión de nuestro entendimiento de las bendiciones que recibimos en la Cena. 

     Primero, Simeón lo cantó con Jesús en sus brazos, declarando su bendición particular, que él estaba listo para salir de este mundo, habiendo visto el Salvador prometido.   Veinte siglos luego, los luteranos, justo después de comulgar, declaran la bendición de estar igualmente preparados, porque en Cristo ya hemos muerto y ya hemos resucitado, y bajo el pan y el vino hemos experimentado una comunión única con Dios, llena de promesa y confianza.  Ahora, Señor, despides a tu siervo, en paz.  ¡Qué bendición!

     ¿Cuál bendición es la mejor de los dos, la de Simeón, o la nuestra? ¿Cuál preferirías tú, tener el Hijo de Dios en tus brazos, hace dos mil años, en Jerusalén, o haber recibido hoy en día el cuerpo y la sangre del mismo Dios hecho hombre, dado y derramado para el perdón de todos tus pecados?  ¿Cuál es la bendición mejor?

     Sin duda, hay ventajas en el abrazar al niño.  Como muchos de vosotros ya sabéis, el 25 de noviembre Shelee y yo nos convertimos en abuelos.  Bueno, de verdad, desde la perspectiva de Dios, nos convertimos en abuelos nueve meses antes, cuando la vida de nuestra nieta, Heather, empezó, dentro de nuestra nuera Teresa.  Pero para nosotros humanos, es más real cuando podemos ver a los nietos, y ya hemos disfrutado de docenas de fotos y videos de ella.  


     Pero en dos semanas, cuando con la ayuda de Dios estaremos en Minnesota, con Heather dentro de nuestros brazos… esto será totalmente otra cosa.  Hay algo especial en abrazar, en contactar físicamente con nuestros seres queridos.  Sí, de verdad la bendición particular de Simeón fue espectacular.   

     Al mismo tiempo, había desventajas de estar presente, de ser un testigo presencial de la vida de Jesús, al lado de Simeón, José y María.  Recordad como profetizó Simeón sobre el niño, y sobre el dolor futuro de María: “He aquí, éste (niño) está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma, María), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones.” 

     ¡Qué pena, qué decepción!  Justo después de su cántico de bendición, una profecía de juicio y dolor.  Simeón nos recuerda que la bendición que el Niño iba a otorgar al mundo era la salvación de nuestros pecados.  Fue nacido para morir, en nuestro lugar.  Para rescatar a todos los pecadores, condenado a la muerte eterna.  Seguramente la espada que traspasó el alma de María su madre fue singularmente dolorosa. 

      Pero, es cierto que, para cada persona que vio, escuchó, creyó y tocó al Jesús, y especialmente al fin de su trayectoria, para los que miraron su levantamiento en una vil cruz, fue una pesadilla inimaginable. 


     Por eso también muchas personas quieren evitar hablar del verdadero Cristo durante la Navidad. No queremos que los pensamientos de nuestros corazones sean revelados.  El reconocer de la verdad, que este niño tuvo que pagar para mi maldad, es demasiado difícil.  Contemplar esta caída cuesta tanto.  Mejor durante las fiestas sólo compartir bendiciones anodinas, deseos alegres, pero muy superficiales, porque hablar honestamente sobre el contenido de la vida de este niño es tan duro. 

     Así es, para el mundo, y para nosotros.  No podemos aguantar ver toda la realidad de la que el Bebé de Belén se encargó. 

     Pero Él, sí; Jesús pudo.  Jesucristo, y sólo Jesucristo, lo aguantó, dejando atrás a todos sus amigos y familiares, finalmente aun dejando su madre en el cuidado de su amigo Juan, para enfrentar por sí solo la carga eterna. 

     Y, en un milagro de amor y poder y sabiduría divina, Cristo lo hizo para gozo, el gozo de levantar a todos sus amigos y familiares, y también a sus enemigos.  Lo hizo todo para levantar a todos los pecadores, porque para ellos fue nacido.  ¡Tan temerosa la caída, pero aún mejor y más alegre el levantamiento!  



     De verdad, la comparación de las dos bendiciones es errónea, porque no son realmente diferentes.  El Salvador en los brazos de Simeón es el mismo que recibiremos pronto en la Cena.  La paz del profeta anciano, preparado para morir, fue también la paz de saber que iba a vivir siempre, con Jesús.  Y esta misma paz es nuestra, en el Niño, quien fue al Templo para empezar cumplir su propia ley, y quien finalmente fue a la Cruz, para quitar desde encima de nosotros las amenazas de la ley, y darnos en cambio la libertad de los herederos de Dios. 

     Entonces, cada vez que cantamos el Cántico de Simeón después de comulgar, o antes de acostarnos, podemos regocijar con Simeón, porque, como dijo San Pablo: Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo.  Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.
     6 Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!  Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo.



     Por lo tanto, teniendo paz para con Dios, nuestro Abba Padre, tenemos aún más alegría en el abrazar de los niños hoy.  Porque para nuestra nieta, y para todos que confían en el Hijo de Dios, no solamente esperamos una vida terrenal, a veces feliz, a veces triste, y nada más.  Por el Niño que abrazó Simeón, podemos abrazar a nuestros bebés, y a todos nuestros queridos, con la confianza que ni aun la muerte puede separarnos del amor de Dios, que es nuestro en Cristo Jesús. 

Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, Amén.