Sunday, September 30, 2018

¿Qué de la Ley? ¿Qué del Cristo?


Decimoctavo Domingo después de Trinidad
San Mateo 22:34-46
¿Qué de la Ley?  ¿Qué del Cristo?

     Justo antes del comienzo de la lección del Evangelio de hoy, Jesús tuvo una interacción con los saduceos, un partido religioso y una escuela de teología de los sacerdotes de Israel. Le hicieron una pregunta sobre la resurrección. Pues, los saduceos no creían en la resurrección, por lo que estaban tratando de atrapar a Jesús con su astucia. Pero no funcionó muy bien para ellos. De hecho, esta interacción terminó con Jesús diciendo: "Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios". Y todo esto sucedió frente a una multitud de personas, por ende, los saduceos solo pudieron alejarse humillados.

     Aquí es donde comienza el Evangelio de hoy. Los fariseos, otro partido y escuela teológica, habían oído que Jesús había silenciado a los saduceos, quienes eran rivales suyos. Esta fue la oportunidad perfecta para dar un doble golpe. Uno contra la autoridad de sus rivales religiosos, los saduceos, otro contra Jesús. Si las cosas vayan bien, podrían terminar siendo vistos como la autoridad religiosa suprema.

     Entonces se juntan para idear una pregunta tan difícil que dejaría a Jesús sin palabras. Los saduceos ya estaban silenciados frente a la multitud. Si pudieran silenciar a Jesús frente a la multitud, la autoridad farisaica sería incuestionable e inigualable.

     Ellos idean una pregunta que incluso habría impresionado a Sócrates. Le preguntan a Jesús: "¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?" Es una pregunta lista, de verdad, particularmente si, como los fariseos, piensas mucho en los detalles de la Ley de Dios, debatiendo y comparando una ley contra otras. Dentro de este ámbito, si Jesús nombrara un mandamiento específico, podrían acusar a Jesús de sugerir que otros mandamientos sean menos importantes, o incluso carezcan de importancia. Ya acusaban regularmente a Jesús de ser un infractor de la Ley, por hacer cosas tales como comer con los publicanos, y con otros de reputaciones malas.  Si pudieran lograr que Jesús se metan en un debate sobre la Ley, piensan que su victoria sería garantizada.  

     Sin embargo, cualquier que fuera su plan, Jesús no se metió en la trampa. Los debates sobre detalles de la Ley son un pasatiempo de hombres.  Pero Jesús sabe que la Ley en sí es de Dios, por lo tanto, los debates humanos son inútiles.  En vez de entrar en un argumento, nuestro Señor resume toda la Ley y les explica el principio fundamental: Dios está por encima de todo; Él debe ser amado perfectamente.

     Luego, si eso no fuera suficiente para los fariseos, les dice cómo se vive esa Ley en la tierra. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay nada más que decir. Es la respuesta perfecta. De hecho, son los fariseos los que están siendo silenciados. Ellos no tienen respuesta. Han atacado con la Ley, pero Jesús ha revelado como su hábito de debatir sobre detalles es inadecuado.  Está claro para todos que no son la autoridad religiosa suprema.

     El poder de la respuesta de Jesús viene del hecho que los fariseos no solo están silenciados, sino que también están acusados. No han amado al Señor con todo su corazón, y con toda su alma, y con toda su mente. Ciertamente no han amado a sus vecinos como a sí mismos. Para ellos, la ley es una herramienta para distinguirse de los otros pecadores, para que se sienta superior.  Para Jesús, para Dios, la meta de la Ley es amor.  Irónicamente, los fariseos están acusados bajo la misma Ley que intentaron usar como arma contra el único que ha guardado la Ley perfectamente, sin error, sin pecado, y con pleno amor. 

     ¿Y nosotros, somos diferentes? ¿Pensamos de la Ley de Dios como guía de amor, o como herramienta de jactarnos sobre nosotros mismos, y menospreciar a otros?  ¿O tal vez hacemos el error opuesto, que rechacemos a la Ley como un límite injusto de nuestra autonomía y libertad?  ¿Quién de nosotros puede escuchar estas palabras de la boca de nuestro Salvador y decir: "He guardado esta Ley"? Debemos arrepentirnos.

     Todos somos acusados bajo la Ley, pero eso no significa que la Ley sea algo malo. ¡Todo lo contrario! Los fariseos lo usaron por mal.  Querían usar la Ley para atacar al Cristo. Pero Jesús la usó para bien. La usó para silenciarlos y acusarlos, pero luego tenía una pregunta propia. "¿Qué pensáis del Cristo?" "¿De quién es hijo?" Por la gracia de Dios, ellos responden: "De David." ¡Estaban equivocados a cerca de la ley, pero esta es una buena respuesta!  La promesa de Dios en la Escritura es que el Cristo sería un descendiente del antiguo gran rey, David. 

     El campo de competición ya había cambiado totalmente.  Si los fariseos todavía pensaban que eran retóricamente astutos, estaban a punto de recibir una lección de retórica, y de teología. Jesús les pregunta: "¿Pues, cómo David en el Espíritu le llama Señor?"  Ahora, podríamos sentir la tentación de poner una sonrisa irónica en nuestras caras, y celebrar la victoria de Jesús. Pero esto se debe al hecho que tendemos pensar que Jesús esté tratando de derrotar a los fariseos. 

     Incorrecto.  Jesucristo desea su salvación. Él se está acercando a ellos. Vinieron a él con antorchas y garrotes, y con una muchedumbre enojada, deseando su destrucción. Pero una y otra vez, Él los acoge y los invita a escuchar la verdad. No debemos odiar a los fariseos. Jesús no los odia. Jesús invita a los fariseos a contemplar cómo es que el Hijo de David es el Señor de David. Y cuando Jesús se acerca a ellos, también nos está invitando a meditar en este misterio. Él nos invita a considerar quién es el Cristo.

     El Hijo de David es el Señor de David porque Él es el SEÑOR, el único Dios verdadero, ahora presente en carne humana, el eterno Hijo de Dios, que descendió de gloria para ser nacido de la Virgen María, descendiente de David.  Así Él es el Señor, y el Hijo de David.  Él es también el libertador de Israel, que habló desde la zarza ardiente. Él es la columna de fuego que los condujo de noche. Él es quien envió el maná, la comida del cielo.

Y aquí está la gran sorpresa:
El mismo Señor que en su Ley nos ordena que amemos perfectamente y sin falta, por su parte, nos ama perfectamente y sin falta...a pesar de nuestras imperfecciones y fracasos. Él es constante. Él es confiable. Él es misericordioso.

     Nuestro Señor pudo haber preguntado a los fariseos: "¿Cómo es que el arbusto ardía, pero no se consumió?" O, "¿De qué fue hecha la columna de fuego?" O, "¿Cómo se envió el maná desde el cielo?" Pudo haber hecho cualquier cantidad de preguntas difíciles o confusas, lo que habría aturdido a los fariseos y los habría dejado sin palabras. Pero no lo hizo.  Para amar a ellos, Jesús les pregunta algo más importante.   

     Realmente no hay una pregunta más importante que la pregunta de Jesús. "¿Qué piensas del Cristo?" Así como toda la Ley nos lleva de vuelta a "No tendrás otros dioses", así también toda la teología, tanto la Ley como el Evangelio, llevan a esta pregunta: "¿Qué piensas del Cristo?"

     El Cristo, nuestro Señor Jesús, es la revelación del amor de Dios.  Es el cumplimiento de la Ley, y el contenido del Evangelio.  Es el Camino, y la Verdad, y la Vida. Él tiene las palabras de la vida eterna. No hay otras preguntas, y ninguna otra respuesta.

     Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente.  Nos invita a reflexionar sobre la pregunta: "¿Qué piensas de Cristo?" Es una invitación a reflexionar sobre el Evangelio. Es una invitación a meditar sobre la misericordia de Dios, y cómo Él ha mostrado esa gracia pura a cada uno de nosotros, a través de Jesucristo, nuestro Señor. Es una invitación a meditar sobre el valor que tu Creador ha puesto sobre ti. Porque fuiste comprado, pero no con oro o plata. No, fuiste comprado con la sangre santa, preciosa, y el sufrimiento inocente y la muerte de Jesucristo. Nunca se ha comprado nada a un precio más alto. 

     Entonces, ¿qué decimos sobre el Cristo?  ¿Qué mensaje sobre Dios y su plan de salvación pudiéramos compartir con un amigo, un vecino, o un pariente?   Digamos lo que Jesús nos enseña, que Él es nuestro Salvador, que murió para que podamos vivir. Él ha luchado y ha ganado el perdón y la salvación para los fariseos, para ti, y para todos.

     Este mensaje que tenemos para compartir es también nuestra alegría y paz.  Porque en el Hijo de David, eres perdonado, de hecho, y tu salvación está segura.

En el nombre del Padre, y el Hijo, y del Espíritu Santo, Amén.

El porqué de comer con pecadores


San Mateo Apóstol y Evangelista
San Mateo 9:9-13, Efesios 4:7-14, Ezequiel 2:8 – 3:11
El porqué de comer con pecadores

     ¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores?

     Nuestro Maestro, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, no solía contestar a preguntas directamente.  Dado que los Fariseos fueron poderosos en la sociedad, este hábito pudiera haber sido peligroso.  De hecho, se parece que Jesús siempre estaba intentando poner furioso a sus enemigos.  No vacilaba en anunciar sus hipocresías y pecados.  Y, como vemos hoy, con mucha frecuencia, Jesús no quiso contestar directamente a sus preguntas, sino con otras preguntas.  Pero creo que, con la ventaja de saber el resto de la historia, podamos conjeturar sobre porque Jesús comía con pecadores.  De hecho, hay al menos dos o tres razones que deberíamos considerar. 

     ¿Por qué come Cristo Jesús con los publicanos y pecadores?  Es una pregunta lógica, pero no por la razón que la preguntan los fariseos.  Ellos piensan mal de Jesús porque lo consideran un hombre religioso, quien ahora está asociando con pecadores destacados.  Pero la realidad es que Jesús es el Señor, el Santo, Santo, Santo Dios, hecho hombre, y el Santo Dios odia el pecado.  ¿Qué pasa aquí?

     El Señor Jesús come con pecadores porque Él los ama a ellos.  Según la forma de pensar del mundo, esto es la gran debilidad del Dios de la Biblia.  Para muchas personas el problema principal con el Señor Dios es su severidad con pecadores.  Para otros, especialmente con las personas morales y los religiosos, el gran escándalo de la Biblia es el hecho de que el Señor tiene demasiado paciencia y piedad con “aquellos pecadores.” 

     Es un rasgo de nuestra naturaleza humana que queremos presentarnos como buenas personas, y denigrar a otros que, según los estándares de la cultura, no puedan fingir un carácter bueno:  En el primer siglo, los “pecadores” fueron, por ejemplo, prostitutas, o publicanos, los recaudadores de impuestos para un gobierno de ocupación, como fue Mateo para los Romanos. 

     ¿Quiénes son los pecadores obvios de nuestro siglo?  Tal vez un drogadicto o un alcohólico, viviendo en la calle, o los mendigos, o los jóvenes regresando a casa a las 6:30 de la mañana el sábado o el domingo, después de pasar toda la noche en los bares… no sé exactamente quienes son en España, pero siempre tendemos identificar y separar a los pecadores obvios, para que nos sintamos superiores.  Y tales personas, los pecadores obvios, no merecen la compañía de buena gente. 

     Pero Jesús come con los pecadores.  Porque de tal manera amó Dios al mundo, que envió a su Hijo unigénito a entrar en nuestro mundo, para salvar a los mismos pecadores.  Él no vino a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento.  ¿Y qué momento mejor para hablar en serio con una persona, que durante y después de compartir una comida?

     ¿Por qué come Cristo Jesús con los publicanos y pecadores?  No tiene otra opción.  Dios envió a su Hijo al mundo, en forma de un hombre, porque la deuda del pecado tuvo que ser pagado por un hombre.  El eterno unigénito Hijo de Dios tomó nuestra carne de su madre María, y un hombre de carne y hueso tiene que comer.  Nadie quiere comer solo, no siempre.  Entonces, para tener compañía en la mesa, Jesucristo no tiene otra opción, porque todos los descendientes de Adán son pecadores. 

     Pero muchos no quieren aceptar esta realidad.  Los fariseos quieren pensar que, por su seguimiento de muchas leyes, puedan afirmar que, aunque había un día en que eran pecadores, hoy no.  Quieren decir que ya hayan quitado todo el pecado de su vida. 

     Fue más o menos igual con los judíos, los conciudadanos de Jesús.  Muchos de los judíos querían decir que, porque eran descendientes de Abraham, automáticamente no fueron realmente pecadores.  Y hoy, me preocupe que tantos cristianos intentan lo mismo, hoy en día más por negar que pecados sean pecados de verdad.  Si en nuestro día, supuestamente más avanzado y evolucionado, podemos decir que el pecado sexual, la codicia, o el rechazo de la autoridad de Dios y su Palabra no son pecados, entonces, no seamos pecadores.  Al fin y al cabo, intentar fingir que no sean pecados no cambia la realidad que son pecados, y somos pecadores. 

     La realidad es que nuestro pecado es una enfermedad espiritual inherente, y no tenemos la capacidad de superarla.  Es fácil aceptar esta triste realidad en relación con los pecadores obvios.  Pero es verdad para todos nosotros hijos de Adán.  Por ende, como fue hace dos mil años, es todavía igual hoy:  Si Jesucristo quiere sentarse en la mesa y comer con seres humanos, no tiene otra opción, salvo comer con pecadores.  Y por causa de su gran amor, Él quería, y todavía quiere comer con pecadores, cualquier pecador que no niegue su realidad personal pecaminosa, y que busque la ayuda que solo Jesús puede ofrecer. 

     ¿Por qué come Cristo Jesús con los publicanos y pecadores?  Él lo hace también para salvar a las “buenas personas” como los fariseos, antiguos y modernos.  Hay un lema favorito de los que afirman que tengan su propia justicia.  “No soy perfecto, pero soy una buena persona.”  He oído esta frase, o una variante de la misma, desde muchas personas, hombres, mujeres, y niños, en situaciones distintas, en varios países, y en dos idiomas.  Se suele oírla cuando una persona está pillada en un fallo, en un pecado, y quiere evitar la responsabilidad.  Tal persona no quiere que sus prójimos considerarle un pecador obvio.  También, tal persona no quiere comer con Cristo Jesús, por su disposición a comer con pecadores obvios.  Evitar la etiqueta “pecador” es más importante a él que encontrar una manera de escapar de su pecado.

     Con los pecadores obvios, que reconocen y confiesan su situación, Jesús tiene palabras de acogido y amor.  Pero, para intentar salvar a las “buenas personas,” la cara de Jesús, como la cara de su profeta Ezequiel, tiene que ser duro, para romper la confianza de los que confían en su propia justicia, o linaje, o buenas obras.  Siempre que alguien niega la realidad de su propia pecaminosidad, el primer paso en la obra de salvación tiene que ser romper la fachada de justicia propia, que es una fantasía, una ilusión falsa.  Muchas veces, como hoy hizo Jesús con los fariseos, el Señor tiene que decir cosas poco agradables, para preparar sus oyentes para la salvación.   

     No es fácil ni agradable proclamar a otros la realidad de pecado.  Pero Dios quiere superar nuestra resistencia a la verdad, para llevarnos a una verdad mejor, una verdad feliz, la verdad del hecho que Él mismo se ha encargado de nuestro problema, y quiere sentarse en la mesa con nosotros.  Así es que Ezequiel necesitaba un frente duro, como diamante, como un pedernal, para soportar la recepción negativa que la Palabra que tuvo para anunciar iba a recibir del pueblo de Israel.  Ezequiel tenía que ser completamente lleno de la Palabra del Señor, y su misión fue predicar nada excepto la verdadera palabra, sin preocuparse si sus oyentes escuchen, o dejen de escuchar.  Para llegar a la salvación, la palabra dura tiene que ser proclamada, sin cambiarla, sin suavizarla. 

     Sigue igual hoy.  Nuestra necesidad no ha cambiado, ni el amor de Dios.  Por lo tanto, Cristo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, para continuar la obra del Señor.  Porque es contra nuestra naturaleza mantenerse fiel a la Palabra, Dios creó un oficio del Santo Ministerio, por lo cual Cristo ha prometido edificar su Iglesia.  En su sabiduría, aunque tal vez elegiríamos otra forma, Cristo quiere poner hombres, miembros de su Iglesia, en puestos para servir, para enseñar y predicar la Palabra de Dios, nada menos, y nada más.  Y los predicadores y maestros están, como Ezequiel, como San Mateo, obligados a hacer una cosa:  mantenerse fiel a la Palabra de Cristo. 

     Por lo tanto, fieles servidores de la Iglesia, fieles hombres ordenados para servir en el Santo Ministerio, tienen algunos rasgos en común.  Son pecadores, y no lo esconden.  Intentan, como cada creedor en Cristo, vivir sin pecado.  Pero en su sabiduría misteriosa, el Señor no perfecciona a sus cristianos durante esta vida terrenal.  Así, cada pastor es un pecador, y no puede fingir que no.  Más bien, un ministro fiel vive en arrepentimiento diario, confesando sus pecados contra Dios y contra sus prójimos, viviendo en dependencia diaria de la gracia de Dios. 

     También, los hombres puestos en el Santo Ministerio son fieles a la Palabra, aunque puede ser una tarea muy dura.  Es una paradoja del ministerio cristiano, que los pastores y maestros son, al mismísimo tiempo, humildes y arrepentidos a cerca de su propio ser, y también duros, inflexibles a cerca de la Palabra de Dios y su proclamación.   

    Se parece difícil, esta vocación del Santo Ministerio, ¿no? Puede ser, y de verdad, la vida cristiana para cada miembro no es menos desafiante.  Tal vez, por ser una cosa privada, no pública como el ministerio, vivir la vida de los laicos sea aún más difícil.  ¿Como podemos vivir y aún florecer bajo tal paradoja?  ¿Cómo puede ser reconciliada esta tensión entre la justicia y el amor? 

     Solo en un sitio son reconciliados la justicia y el amor de Dios.  En la Cruz de Cristo, donde la misericordia y la verdad se encontraron; donde la justicia y la paz se besaron.  En la muerte expiatoria de Jesucristo, vemos el amor de Dios para con los pecadores.  Vemos el milagro divino, cuando la debilidad poderosa de Dios, su amor para los hombres rebeldes, consumó todo su ira contra nuestro pecado, confeccionando un nuevo pacto de perdón y vida nueva, para todos que se sientan a la mesa con el Maestro Jesús. 

     Entonces, es bueno estar aquí, hoy, porque Cristo Jesús viene otra vez, para sentarse en la mesa con pecadores, contigo, y conmigo, entrando en esta casa, entrando en nuestras bocas, para afrontarnos con nuestro pecado, y quitarlo de nosotros, limpiándonos con su sangre, para nuestra salvación, y también para luego utilizarnos en su misión. 

       Jesús usó a Mateo, el odiado recaudador de impuestos, como evangelista y apóstol.  El Señor usa a otros como pastores o maestros.  A otros como fieles padres cristianos, criando a sus niños en el temor y amor del Señor.  Dios utiliza a cada uno en su propio puesto de vida, como hijo o hija, padre o madre, marido o mujer, trabajador o jefe, clero o laico, todos dependientes de y unidos con el mismo Cristo Jesús, quien realiza su misión diaria en, y a través de su Iglesia, la que es vosotros, los fieles, congregados en torno a la mesa del Señor, en el Nombre de Jesús, Amén. 


Tuesday, September 25, 2018

La Palabra fiel de la boca del Hijo


Decimosexto Domingo después de Trinidad
1 Reyes 17:17-24, Efesios 3:13-21, San Lucas 7:11-17
La Palabra fiel de la boca del Hijo  

     No puede ser.  Justo el domingo pasado hablábamos de un cambio radical, la gran mejora de la vida de la viuda de Sarepta, desde estar al punto de morir de hambre con su hijo, hasta vivir una vida de milagros diarios, con harina y aceite que nunca se acabaran, un milagro hecho para ella por el Señor, Jehová Dios y su profeta, Elías, cuyo nombre significa “Mi Dios es Jehová.”  Fue una historia de alegría, de rescate y la exaltación de los humildes.

     Pero ahora, justo cuando su vida iba buena, por fin, de repente su único hijo, su gozo y único amor en el mundo, fue golpeado por una enfermedad, y el aliento se fue de él.  Se murió.  La viuda se pregunta, “¿Qué tipo de Dios es este Jehová, este Señor de Israel?  ¿Por qué no me dejó morir cuando lo pedí, si al final mi tristeza iba a ser peor?”  En vez de sufrir la muerte junto con su hijo, víctimas de la misma sequía y hambruna, ahora ella va a tener que continuar viviendo, pero sin su hijo amado.  Qué crueldad, una caída a la profundidad, después de tal alegría inesperada.  Y, ¿por qué? 


     En el mundo tenéis tribulación.  Es importante recordar que no existe otra opción aceptable, salvo ser un cristiano, ninguna otra opción que nos pueda dar la confianza y alegría de tener una relación buena con Dios, hoy, y para la eternidad. Pero, los cristianos también tienen que entender que la promesa de Cristo a los Apóstoles aplica a todos nosotros: “En el mundo tenéis tribulación.”  (San Juan 16:33)  La fe cristiana no implica una vida suave y sin problemas.  El Cristo vino precisamente para sufrir los dolores de este mundo, para ganarnos la salvación.  Nosotros que llevamos su Nombre no deberíamos pensar que nuestra vida vaya a pasar sin sufrimientos.  Pero, en los mismos, aprenderemos la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Dios, y como ganó nuestra salvación, y como la recibimos.     

     Gracias a Dios, trabajando a través de su profeta Elías, la tribulación de la viuda fue corta, dentro de lo que ella pudo soportar.  Y al final de la historia, nos damos cuenta de que el Espíritu Santo nos está dando un ícono de Jesús y nuestra salvación.

     Dios envió a Elías para vivir con esta viuda y su hijo, un profeta rechazado por su propio pueblo, pero acogido por extranjeros.  Dios los dio el milagro de pan inagotable, una bendición real, e impresionante, algo esencial para esta vida.  Muy bien. 
     Pero, aunque a Dios le gusta proveer cualquier buena cosa a su criatura favorita, su deseo es mucho más alto que meramente proveer una vida buena en esta tierra.  El Señor nos creó para darnos vida eterna, en comunión plena con Él, y la tragedia del pecado y la muerte nunca iba a derrotar el plan de Dios.  Por lo tanto, el milagro principal que Dios tuvo planeado para nosotros requeriría un milagro más importante, una victoria no solo sobre el hambre, pero sobre la muerte.   

     Entonces, el aliento se fue del hijo de la viuda de Sarepta, obviamente un golpe muy fuerte para el niño, y para su madre, como vemos en su acusación: ¿Qué tengo yo contigo, varón de Dios? ¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo?

     Nos parece una pregunta válida, y al profeta también.  Pero Elías sabe que Jehová Dios es misericordioso, que es el Señor de la vida.  El profeta confía que Dios en su esencia quiere bendecir.  Por ende, tomó al hijo y subió al aposento, y lo puso sobre su cama. Y clamando a Jehová, dijo: Jehová Dios mío, ¿aun a la viuda en cuya casa estoy hospedado has afligido, haciéndole morir su hijo? 

    Y luego hizo algo extraño, se tendió sobre el niño tres veces, (¿por qué tres veces?), y clamó a Jehová y dijo: Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él. 

     Y Jehová oyó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él, y revivió. 

     El niño está vuelto de la muerte.  Pero, el resultado más importante de esta historia es la fe, porque por la fe viene la vida eterna.  Tomando luego Elías al niño, lo trajo del aposento a la casa, y lo dio a su madre, y le dijo Elías: Mira, tu hijo vive.  Entonces la mujer dijo a Elías: Ahora conozco que tú eres varón de Dios, y que la palabra de Jehová es verdad en tu boca.”  

     Nadie quiere pasar por una tribulación tan fuerte, pero Dios sabe mejor lo que necesitemos.  La viuda de Sarepta, que antes pensaba que Dios solo viniera para castigar a sus iniquidades, ahora tiene confianza de que Dios viene para dar vida nueva, y alegría, que verdaderamente podía confiar en su Palabra, entregado a ella a través del profeta. 



     Esto es el resultado que busca Cristo para nosotros también, fe en su Palabra de promesa, no importa lo que pase.  Por ende, aunque Jesús alimentó milagrosamente a los 5 mil, y a los 4 mil, con pan superabundante, más que suficiente para llenar todos estómagos, esto no cumplió su plan.  El hambre es un síntoma del problema, pero el pecado y la muerte fueron, y todavía son nuestro problema verdadero.  La misión de Cristo fue terminar con este problema, una vez para todos. 

     No pudiera haber sido suficiente pan para lograr esta meta, porque el pago de pecado es muerte, no pan.  Esto requeriría una muerte, una muerte singular y especial.  No pudiera servir la muerte del único hijo de una viuda de Sarepta, ni la muerte de cualquier otra persona pecadora, más bien la necesaria fue la muerte del único Hijo de Dios, dado a la muerte, para expiar toda la deuda de todos los pecadores de toda la historia. 

     La salvación de Dios requirió un sacrificio sin mancha, la muerte de un no pecador, pero al mismo tiempo, el sacrificio de una vida con valor inestimable, con valor divino, para ser un sacrificio lo suficientemente grande para borrar todos nuestros pecados. 

     Lo que pasó con Jesús fue una sorpresa inimaginable, que esto sería el plan de salvación de Jehová Dios.  Por eso, desde Génesis hasta la Semana Santa original, el Espíritu Santo fue continuamente presagiando la muerte de Cristo.  Como vemos hoy en la historia de la viuda de Naín, Jesús mismo hace vínculos entre cada madre doliente, y cada hijo que muere demasiado joven, y cada persona que llora para ellos.  La audacia de Jesús, parando la procesión, diciendo a la madre “no llores”, y tocando el féretro, hubiera haber sido horrible, completamente inapropiado, excepto que la Palabra de su boca fue fiel, y eficaz. “Joven, a ti te digo, levántate.”  ¡Y lo hizo! Luego la alegría y el gozo de todos nos dan un anticipo de la vida eterna, cuando cada lágrima será enjugada.  Pero el camino a esta vida gloriosa pasa por la muerte. 

     Por lo tanto, la Palabra del Señor vino a la tierra, no solamente por la boca de un profeta, sino la Palabra Encarnada, el eterno Hijo de Dios, hecho hombre.  Este hombre, Jesús el Nazareno, era el gran amor de su Padre Dios, y también de su madre, María, más bendecida de todas las mujeres, por haber sido elegida para ser la madre de Dios.  Por eso, el golpe de la Cruz, el golpe de la justicia divina fue tanto más duro y triste: el mejor hijo, el mejor hombre, muriendo completamente inocente.    
     Pero, como Elías se tendió sobre el niño en Sarepta tres veces, el Hijo de Dios pasó sus tres días tendido bajo el aparente poder de la muerte, para ser resucitado el tercer día.  Qué alegría para su madre María, y todos los amigos de Jesús, después de la Resurrección, a ver el destino de su Hijo realizado en victoria.  Qué alegría para Dios mismo, cuando el Hijo regresó para tomar de nuevo su trono en gloria, y al mismo tiempo, para preparar un lugar para nosotros.  Y qué alegría para todos los pecadores, incluso tú y yo, que ahora, en la muerte y resurrección de Jesús podemos ver que la palabra que nos ha venido desde la boca de Dios es fiable, la Palabra que garantiza nuestro perdón y vida eterna. 

    Hoy creo que es común pensar que vivimos en tiempos extraños, casi apocalípticos.  Cierto que hay muchas noticias inquietantes, desde las migraciones descontroladas, amenazando tantas vidas, y perturbando la sociedad, hasta los escándalos en las iglesias.  Todavía enfrentamos el terrorismo, y nos molesta el caos político, desde las farsas políticas en España y los EEUU, hasta las tragedias en Siria y Venezuela.  Aunque según muchas medidas la vida humana es mejor que nunca, nos parece que el mundo está al punto de romperse.  

     Pero no.  Para nosotros, que confiamos en el hombre de quien se fue el aliento en una cruz romana, pero después de tres días resucitó, los días apocalípticos ya han pasado.  No puede haber nada peor que la muerte del único Hijo de Dios.  Sin embargo, por la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo, y según el plan de su Padre, esta misma muerte se ha convertido en la luz y la vida del mundo.  Porque el Hijo muerto se ha incorporado de nuevo, y en el día de la Resurrección se empezó de hablar de la plenitud de Dios.  Y la palabra de su boca es fiel. 

     Nosotros pecadores recibimos, con las Viudas de Sarepta y Naín, la buena noticia de que el Hijo vive, y en Él tenemos pleno perdón de los pecados y la vida eterna.  Y por ende, a Jehová Dios, aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén.        

Monday, September 17, 2018

El Pan de Cada Día - Decimoquinto Domingo después de Trinidad


Decimoquinto Domingo después de Trinidad
9 de septiembre, A+D 2018
El Pan de Cada Día

¿Qué te apetece comer?  Seguramente, un poco de pan, ¿no?

     Una de las cosas en la cual Shelee y yo somos más diferentes culturalmente de los españoles tiene que ver con el lugar de pan en nuestra dieta.  Nos gusta pan, y comemos pan.  Pero no siempre.  De verdad, mucho menos que los españoles.  Os cuento una historia para explicarme.    

     Una vez, hace unos años, acogíamos una conferencia de los pastores y seminaristas de nuestra iglesia en nuestro hogar en Sevilla.  Shelee preparó la cena, con un guiso típico norteamericano con nombre español, “chili con carne.”  Se sirve con un bizcocho de harina de maíz.  También preparó varios aperitivos, embutidos, queso, etc., una cacerola de verduras, una ensalada de lechuga, y otra de fruta, creo.  Me preguntó si necesitábamos pan, y le dije, ¿por qué?  ¿Quién necesitaría pan cuando hay el bizcocho de maíz y tanta comida? 

     Bueno, sentamos alrededor de la mesa, con todos los teólogos laudando a Shelee por la buena pinta de la comida.  Dimos gracias al Señor, y íbamos a empezar la cena, pero todos los españoles estaban mirando por la mesa, y luego los unos a los otros, todos pensando lo mismo, pero nadie quería vocalizar su pregunta.  Finalmente, después de unos momentos muy incómodos, alguien, no voy a decir quien, pero alguien finalmente se armó de valor, y le dijo a mi esposa, “Shelee, has olvidado traer el pan a la mesa…”. Pero, … no había pan en la casa…

     Porque somos luteranos que viven bajo el Evangelio del pleno perdón de los pecados, logramos sobrevivir la vergüenza de este error.  Nuestros huéspedes intentaron fingir que no era un problema, y aprendimos que los españoles siempre necesitan pan, no importa lo que se come.

     Y en esto, los españoles son muy bíblicos.  Porque el pan es muy central a todas las culturas bíblicas.  De hecho, comer pan es una parte importante de la maldición que recibió Adán en el jardín: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra.”  Al mismo tiempo, porque Dios nos ama y es muy bondadoso, pan también puede ser una alegría, delicioso y lleno de bendición. 

     Todavía, aunque recibimos nuestro pan de cada día del Señor, la realidad de nuestra condición caída se muestra muy claramente en relación con el pan.  Cuando no tenemos comida, cuando el hambre es un compañero constante y una amenaza a la vida, cuando nuestros estómagos están vacíos, no podemos pensar en nada más excepto hallar un trozo de pan.  Rezamos a Dios con honestidad y fervor cuando no hay de comer.  Pero, muy pronto, una vez que hemos llenado el estómago, y tenemos alimento en la dispensa, la importancia de mantener nuestra conexión con Dios decae. 

     La abundancia de nuestra edad hace el suelo misional muy duro.  Y, aunque nuestra vida abundante debería darnos corazones ansiosos de hacer bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe, la triste realidad es que muchas veces nuestra riqueza nos da un impulso de aislarnos de otros, para proteger y disfrutar solo de nuestros propios bienes.   

     Por esta triste tendencia humana, ver la obediencia de la viuda de Sarepta es una maravilla.  Seguro, recibir una orden especial directamente del Señor tiene un efecto sobre una persona, y por lo tanto, cuando vino Elías pidiendo agua, no hay problema.  Hay agua en el pozo, y entonces ella se la dio al profeta. 

     ¿Pero pan?  Este Jehová Dios, ya había dejado que su marido se murió, y ahora, ella está preparando a morir, junto con su único hijo, porque no hay pan de comer.  Un panecillo más, con la última de su harina y aceite, y ya está.  ¿Y ahora este profeta tiene la cara de pedirlo para sí mismo? 

     Pero, la orden del Señor todavía hace eco en sus oídos.  Y que nos demos cuenta de la palabra de promesa que proclama Elías, “No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra.”  Escuchó una palabra de ley del Señor: “Sustenta al profeta que va a venir a ti”, y luego escuchó una palabra de evangelio del profeta del Señor, “No tengas temor,” y ya está: la vida de esta mujer y su hijo cambia para siempre. 

     Porque, irónicamente, esta viuda muriéndose de hambre llegó a creer que la vida es más que pan, es más que comer y vestirse.  Más bien la vida es oír, escuchar y creer la Palabra de Dios, la cual Él ha enviado a nosotros. 

     Por un lado, nos tenemos pavor de comer pan de lágrimas, es decir el hambre, la angustia por nuestro sufrimiento y los de nuestros queridos, y el miedo de la muerte, y por el otro lado esperamos comer el pan de gozo, como en el banquete de la boda de nuestro hijo, la seguridad de una cuenta bancaria sobrellenada, o la alegría sencilla de un buen día.  Estas son las cosas que naturalmente pensamos son las esenciales de la vida, las cosas que queremos evitar, o conseguir.  

     Pero tu Señor Jesús dice que no.  No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir… ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? 

     Sí, valéis muchísima más al Padre celestial que las aves.  Por lo tanto, Él nos da nuestra orden, igual como la dio a la viuda: buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.  Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal.        

    Bueno, tenemos, entonces, nuestras ordenes:  Buscar primeramente el reino de Dios y su justicia, y no preocuparnos por mañana, solamente por los problemas de hoy…  Conceptualmente muy sencillo, ¿no?  Una regla entendible para la vida como un seguidor fiel de Dios.  Muy bien.  Vámonos… 

     Pues, no es tan fácil, ¿eh?  Es una cosa entender la orden de Dios.  Pero, es enteramente otra cosa tener la capacidad de cumplirlo.  Como vemos con la viuda.  “Sí, Señor, sustentaré a tu profeta cuando necesite agua, porque la tenemos, y sabemos donde sacarla.  Pero no tengo harina y aceite para alimentarle con pan.  Déjame morir, por favor.”  Ante nuestra orden recibida de Dios, somos naturalmente igual a ella.  No sabemos dónde encontrar la entrada a su reino, ni donde está su justicia.  La idea de no preocuparnos por el futuro o la comida, bebida y ropa nos suena bien, pero hace frio en el invierno, y los estómagos gruñen, y no sabemos como vivir sin preocuparnos. 

     Por eso, Elías prometió a la viuda de Sarepta que siempre tendría suficiente pan, y tu Señor Jesús hace la misma promesa a ti.  Tu pan, tu pan celestial, tu pan de justicia, la comida que te trae al reino de Dios, nunca te faltará.  Esto no quiere decir que un cristiano no puede sufrir de hambre, aun hasta la muerte.  No es común, pero sí, podemos. De hecho, podemos sufrir de todos los males de este mundo caído. 

     Pero tu pan de vida nunca faltará.  Nunca.  Porque Jesús mismo es tu pan de vida.  Jesús es el Verbo de Dios, la Palabra encarnada, que ha puesto sí mismo en la Palabra de la Biblia, para que por el escuchar de esta Palabra, nuestra fe reciba la alimentación necesaria para nacer, crecer y permanecer, hasta el fin. 

     Como fue cumplida la promesa de Elías sobre la harina y el aceite, todas las promesas hechas por Dios en su Biblia están cumplidas en Cristo mismo.  Él es la fuente de toda vida, el verdadero Pan de Vida, que bajó del Cielo, para dar su carne, su sangre, su propia vida, para la vida del mundo.  El Bebé que durmió como si fuera alimento de animales en un pesebre se creció a ser el Hombre Santo, quien dio a su misma carne para alimentar a nosotros con su justicia, la justicia de Dios, que borra todos nuestros pecados. 

     Nunca deberíamos preocuparnos por el futuro, ni por la comida, bebida y vestido.  Deberíamos esforzarnos 100% para encontrar y lograr el reino y la justicia de Dios.  Cada vez que desobedecemos estas órdenes sencillas de Dios, merecemos su rechazo y castigo.  Pero Dios nos ama, aunque somos débiles, aunque somos pecadores.  En y por Cristo Jesús, Dios nos ama y nos quiere como herederos en su reino eterno. 

     Por eso, como hizo Elías con la viuda de Sarepta, igualmente hace Cristo con nosotros:  lo que quiere ver en nuestra vida, Él mismo viene y provee.  Nuestra entrada en el reino de Dios es Él mismo, desde que se unió con nosotros en el bautismo, y cada vez que esté con nosotros para cuidar, enseñar, proteger, perdonar y bendecir, que es cada vez que nos reunimos en su Nombre.  Nuestra justicia es su propio cuerpo y sangre, dado y derramada para nosotros, y dados a nosotros para comer y beber aquí, realmente presente bajo el pan y el vino, provistos a cristianos en altares fieles en todas partes del mundo. 

     De verdad, el milagro que hizo Elías para la viuda de Sarepta, que ella siempre tuviera unas barras de pan cada día hasta el fin de la sequía, no es tan impresionante, no en comparación con nuestro milagro.  Porque nuestro pan del cielo, en Palabra y Sacramento, es la verdadera Pan de Vida, que nos da el reino y la justicia del Padre, quien nos ha dado su Espíritu, para que podamos conocer a su Hijo como Señor y Salvador. 

Nuestro pan de cada día
el Padre nuestro nos da,
hoy, aquí,
en el Nombre de Jesús, Amén. 


Wednesday, September 5, 2018

¡Jesús, Maestro, gracias por tu misericordia!


Decimocuarto Domingo después de Trinidad
2 de Septiembre de 2018
San Lucas 17, 11-19
¡Jesús, Maestro, gracias por tu misericordia!

     El evangelio de este domingo nos lleva de la mano al relato de un encuentro de Jesús con un grupo de diez leprosos a la entrada de una aldea del norte de la Palestina. 

     Encontrarse con un leproso no era como encontrarse con un amigo en la Gran Vía de Madrid. La lepra es una enfermedad infecciosa, poco común, que invalidaba a la persona, secaba la piel, los músculos y hacía que se perdieran extremidades. La ley mosaica del templo les obligaba a guardar distancia, a avisar a gritos que eran leprosos, para que la gente se alejara por miedo al contagio. Eran apedreados, insultados, golpeados con palos, expulsados por la fuerza, y tenidos como culpables de haber sido castigados por Dios por algún pecado grave. Habitaban cuevas, desiertos o cementerios. Tenían prohibido ir a las actividades normales ni siquiera al templo o la sinagoga. En la noche o en la mañana temprano, mientras todos dormían, se acercaban a los pueblos para buscar comida, agua, ropa o saludar a distancia a los seres queridos.
     El aspecto monstruoso de sus rostros y cuerpos eran incompatibles con la vida en sociedad. Ser leproso significaba ser un muerto en vida, un verdadero zombie. Nadie te tocaba, nadie te besaba, nadie te hablaba, no podías trabajar ni pedir dinero ni estar con tu familia ni tus amigos, todos te rechazaban. ¿Te imaginas tener que vivir así?

Jesús lo sabía.

     Para colmo, entre los diez leprosos había samaritanos, según declara el texto, vistos como extranjeros y enemigos de los judíos, indignos de ser tenidos en cuenta tras el gran cisma en tiempo del rey Roboam, hijo de Salomón, nueve siglos antes, tras un golpe de estado, que dividió el Pueblo del Señor en dos, el reino del norte, llamado Israel al principio, y luego llamado Samaria, y el reino del sur, llamado Judea. Los norteños, excomulgados del templo, ni siquiera adoran al Señor en Jerusalén, sino en el monte Gerizim hasta nuestros días.

     Samaritanos entonces, eran gente poco recomendable en aquellos días para un judío, aún para Jesús, judío de nacimiento, pero criado en el norte en Galilea, cercano a ellos.
  
     De igual manera que nosotros al reconocer nuestros pecados oramos el "Kyrie", “Señor, ten piedad,” los diez leprosos sabían que nada podían hacer para ser liberados de su enfermedad por sí mismos, salvo un acto gracioso de la misericordia de Dios. Cansados de gritar que eran leprosos para que la gente se apartara de ellos, en su desesperación gritaron con más fuerza todavía, a Jesús: "¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!" 

    Ellos sabían cuáles eran sus límites, se sintieron y se sabían enfermos, imperfectos, pecadores y esperaban que Jesús podía ayudarlos. Porque, en este momento de su carrera, todos le reconocen a Jesús como un gran maestro, un profeta poderoso.    

     Por su parte, Jesús entiende la situación triste de los leprosos, porque está en el camino a la Cruz, donde sufriría en su lugar, y en el nuestro, en el lugar de todos.  Su presencia en la tierra y su ministerio tenían desde el principio el propósito principal de que Él iba a quitar todos los pecados y todo el sufrimiento del mundo, cargándolos sobre sí mismo, para expiarlos en su Cruz.  Salvar y presentar a su Padre un pueblo santo de todas las naciones es su meta, y su gran gozo. 

     Por lo tanto, Jesús no mira la etnia, ni el aspecto, ni se escandaliza por el atrevimiento, tampoco alude a su cansancio después de haber caminado durante horas para llegar hasta aquella pequeña aldea.   

     Lo que escucha es el grito del corazón desesperado que clamaba a Él. "¡Jesús, Maestro, ¡ten misericordia de nosotros!  Muy bien, Él es el Salvador del Mundo. ¿Cómo pasar de largo? ¿Cómo ser insensible ante ese dolor? Solamente Él podía ayudarlos. ¿Qué pensáis que hará?

     Nuestra condición humana nos muestra que podemos vivir sin hacer misericordia a nadie, es una opción.  La opción de hacer misericordia es elegida solo por aquellos que han recibido, de forma impactante, misericordia en sus vidas.  Gloria sea a Dios, Jesús es la misericordia encarnada.   

     Muy bien. Hemos visto el pecado y el fruto del pecado del hombre, en forma de lepra esta vez. Ahora vamos a ver la Palabra de Dios en acción, que como sabéis, es sanadora, salvífica y transformadora. Una Palabra que, lejos de exigir fe, de verdad produce fe en nosotros y luego nos reta a seguir el camino de esa fe recibida.

     Jesús pone su condición a esa petición de sanidad: “Id, mostraos a los sacerdotes.” Jesús les demanda la obediencia de ir y presentarse ante los sacerdotes judíos, porque ellos tenían la autoridad de reconocer su curación y readmitirlos a la sociedad.  Junto con cumplir la ley mosaica, Jesús con su instrucción de acudir a los sacerdotes estaba dando evidencia pública de que el Mesías de Dios había llegado con su salvación.

¿Qué ocurrió finalmente?

    El texto nos enseña que fueron sanados mientras iban de camino. Imagínate:  Alegría, estupefacción, sorpresa, gritos de gozo, abrazos, llanto, liberación de la angustia, saltos, baile... Que gran momento. 

     Ahora, si quieren ser reinsertados a la sociedad, tendrán que acudir a los sacerdotes para que ellos comprueben que estén limpios de la enfermedad. No pueden irse sin verlos. Los sacerdotes preguntarían quien les hizo el milagro y Dios sería glorificado en Jesús. Sin embargo, este no es el final de la historia.

     Uno de los diez, solo uno, con gran alegría, pospuso su visita a los sacerdotes y volvió.  Pero Jesús no se sorprende que uno ha vuelto, sino que solo uno ha vuelto, y no diez. 
     Jesús se pregunta: "Les he devuelto la vida ¿y solo uno viene?"   Y, al escuchar el acento de sus gritos, se da cuenta de que no era judío, no era del Pueblo de Dios, sino un samaritano, un excomulgado de Judá. ¡Cómo es la condición humana!

     La Palabra de vida había sanado a este leproso sensato; esa Palabra ha hecho nacer la fe en él, sin mérito previo.  Su lepra le reveló su condición desesperada, y su curación le ha dado fe en Jesús, que ya ha dejado de ser un mero rabino para él, más bien ahora entiende el samaritano que Jesús es Dios mismo.  Por eso se postró, rostro en tierra, a sus pies, reconociendo su pecado sanado, rindiéndole culto y acción de gracias, lleno de gratitud y grandes lágrimas. 

     Es como Lutero nos explica: "... el hombre por sí mismo, o por su propio poder natural, no puede hacer nada ni ayudar nada en su conversión, y que la conversión no es sólo en parte, sino única y exclusivamente la operación, dádiva y obra del Espíritu Santo, que la ejecuta y la efectúa por su poder y fortaleza, mediante la palabra, en el intelecto, la voluntad y el corazón del hombre, en tanto que este no hace ni obra cosa alguna, sino que sólo sufre,  (es decir, recibe la conversión)".(Declaración sólida de la Confesión de Augsburgo pág, 358).
     El leproso curado ha recibido a Jesús, como hoy lo hacemos en la Santa Cena, con pureza de fe, sin importar su origen ni su clase ni su condición, plenamente aceptado y acogido por Jesús, en su cuerpo, en su sangre, en su Palabra y la operación del Espíritu Santo.

     Todavía Jesús no ha dicho nada, salvo preguntar dónde se habían metido los nueve restantes, también sanados. No hay respuesta fácil a esa pregunta. La respuesta es que muchos son los llamados y, desgraciadamente, poco los que han escuchado y creído la voz de Dios. ¿Qué respuesta hubo en ellos a la Palabra que les salvó?  No vemos que se han sido convertidos.  Esperamos que luego la fe brotara en ellos también, que llegaran a reconocer que Jesús es el Salvador único de sus espíritus, almas y cuerpos, una salvación plena y eterna. 

    Finalmente, Jesús muestra a sus discípulos la nueva realidad del Reino de Dios, declarando al samaritano:  Levántate, vete; tu fe te ha salvado.  Con estas palabras Jesús revela a los futuros Apóstoles que judíos y gentiles recibirían plena salvación sin diferencias, una verdad tan sorprendente que no llegarían a reconocerla plenamente hasta que Pablo mostró esa realidad en el primer concilio de Jerusalén, como está escrito en el Hechos 15.

     Lo que Jesús dice al sanado, también dice a nosotros, sanados igualmente de la lepra espiritual en las aguas bautismales: ¡Levántate de tu condición de pecado que te destruyó la vida! ¡Déjala atrás! ¡Camina como peregrino en esta vida, sin regresar atrás ni perderte en tu pasado, vive de nuevo conmigo! ¡Renuévate diariamente en mis promesas, y en la comunión con mi cuerpo y en mi sangre! Porque la fe que pusiste en mi Palabra, recibida como don de Dios para ti, te ha salvado, para que seas auténticamente libre.

¡Jesús, Maestro, gracias por tu misericordia! Amén.