Wednesday, September 5, 2018

¡Jesús, Maestro, gracias por tu misericordia!


Decimocuarto Domingo después de Trinidad
2 de Septiembre de 2018
San Lucas 17, 11-19
¡Jesús, Maestro, gracias por tu misericordia!

     El evangelio de este domingo nos lleva de la mano al relato de un encuentro de Jesús con un grupo de diez leprosos a la entrada de una aldea del norte de la Palestina. 

     Encontrarse con un leproso no era como encontrarse con un amigo en la Gran Vía de Madrid. La lepra es una enfermedad infecciosa, poco común, que invalidaba a la persona, secaba la piel, los músculos y hacía que se perdieran extremidades. La ley mosaica del templo les obligaba a guardar distancia, a avisar a gritos que eran leprosos, para que la gente se alejara por miedo al contagio. Eran apedreados, insultados, golpeados con palos, expulsados por la fuerza, y tenidos como culpables de haber sido castigados por Dios por algún pecado grave. Habitaban cuevas, desiertos o cementerios. Tenían prohibido ir a las actividades normales ni siquiera al templo o la sinagoga. En la noche o en la mañana temprano, mientras todos dormían, se acercaban a los pueblos para buscar comida, agua, ropa o saludar a distancia a los seres queridos.
     El aspecto monstruoso de sus rostros y cuerpos eran incompatibles con la vida en sociedad. Ser leproso significaba ser un muerto en vida, un verdadero zombie. Nadie te tocaba, nadie te besaba, nadie te hablaba, no podías trabajar ni pedir dinero ni estar con tu familia ni tus amigos, todos te rechazaban. ¿Te imaginas tener que vivir así?

Jesús lo sabía.

     Para colmo, entre los diez leprosos había samaritanos, según declara el texto, vistos como extranjeros y enemigos de los judíos, indignos de ser tenidos en cuenta tras el gran cisma en tiempo del rey Roboam, hijo de Salomón, nueve siglos antes, tras un golpe de estado, que dividió el Pueblo del Señor en dos, el reino del norte, llamado Israel al principio, y luego llamado Samaria, y el reino del sur, llamado Judea. Los norteños, excomulgados del templo, ni siquiera adoran al Señor en Jerusalén, sino en el monte Gerizim hasta nuestros días.

     Samaritanos entonces, eran gente poco recomendable en aquellos días para un judío, aún para Jesús, judío de nacimiento, pero criado en el norte en Galilea, cercano a ellos.
  
     De igual manera que nosotros al reconocer nuestros pecados oramos el "Kyrie", “Señor, ten piedad,” los diez leprosos sabían que nada podían hacer para ser liberados de su enfermedad por sí mismos, salvo un acto gracioso de la misericordia de Dios. Cansados de gritar que eran leprosos para que la gente se apartara de ellos, en su desesperación gritaron con más fuerza todavía, a Jesús: "¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!" 

    Ellos sabían cuáles eran sus límites, se sintieron y se sabían enfermos, imperfectos, pecadores y esperaban que Jesús podía ayudarlos. Porque, en este momento de su carrera, todos le reconocen a Jesús como un gran maestro, un profeta poderoso.    

     Por su parte, Jesús entiende la situación triste de los leprosos, porque está en el camino a la Cruz, donde sufriría en su lugar, y en el nuestro, en el lugar de todos.  Su presencia en la tierra y su ministerio tenían desde el principio el propósito principal de que Él iba a quitar todos los pecados y todo el sufrimiento del mundo, cargándolos sobre sí mismo, para expiarlos en su Cruz.  Salvar y presentar a su Padre un pueblo santo de todas las naciones es su meta, y su gran gozo. 

     Por lo tanto, Jesús no mira la etnia, ni el aspecto, ni se escandaliza por el atrevimiento, tampoco alude a su cansancio después de haber caminado durante horas para llegar hasta aquella pequeña aldea.   

     Lo que escucha es el grito del corazón desesperado que clamaba a Él. "¡Jesús, Maestro, ¡ten misericordia de nosotros!  Muy bien, Él es el Salvador del Mundo. ¿Cómo pasar de largo? ¿Cómo ser insensible ante ese dolor? Solamente Él podía ayudarlos. ¿Qué pensáis que hará?

     Nuestra condición humana nos muestra que podemos vivir sin hacer misericordia a nadie, es una opción.  La opción de hacer misericordia es elegida solo por aquellos que han recibido, de forma impactante, misericordia en sus vidas.  Gloria sea a Dios, Jesús es la misericordia encarnada.   

     Muy bien. Hemos visto el pecado y el fruto del pecado del hombre, en forma de lepra esta vez. Ahora vamos a ver la Palabra de Dios en acción, que como sabéis, es sanadora, salvífica y transformadora. Una Palabra que, lejos de exigir fe, de verdad produce fe en nosotros y luego nos reta a seguir el camino de esa fe recibida.

     Jesús pone su condición a esa petición de sanidad: “Id, mostraos a los sacerdotes.” Jesús les demanda la obediencia de ir y presentarse ante los sacerdotes judíos, porque ellos tenían la autoridad de reconocer su curación y readmitirlos a la sociedad.  Junto con cumplir la ley mosaica, Jesús con su instrucción de acudir a los sacerdotes estaba dando evidencia pública de que el Mesías de Dios había llegado con su salvación.

¿Qué ocurrió finalmente?

    El texto nos enseña que fueron sanados mientras iban de camino. Imagínate:  Alegría, estupefacción, sorpresa, gritos de gozo, abrazos, llanto, liberación de la angustia, saltos, baile... Que gran momento. 

     Ahora, si quieren ser reinsertados a la sociedad, tendrán que acudir a los sacerdotes para que ellos comprueben que estén limpios de la enfermedad. No pueden irse sin verlos. Los sacerdotes preguntarían quien les hizo el milagro y Dios sería glorificado en Jesús. Sin embargo, este no es el final de la historia.

     Uno de los diez, solo uno, con gran alegría, pospuso su visita a los sacerdotes y volvió.  Pero Jesús no se sorprende que uno ha vuelto, sino que solo uno ha vuelto, y no diez. 
     Jesús se pregunta: "Les he devuelto la vida ¿y solo uno viene?"   Y, al escuchar el acento de sus gritos, se da cuenta de que no era judío, no era del Pueblo de Dios, sino un samaritano, un excomulgado de Judá. ¡Cómo es la condición humana!

     La Palabra de vida había sanado a este leproso sensato; esa Palabra ha hecho nacer la fe en él, sin mérito previo.  Su lepra le reveló su condición desesperada, y su curación le ha dado fe en Jesús, que ya ha dejado de ser un mero rabino para él, más bien ahora entiende el samaritano que Jesús es Dios mismo.  Por eso se postró, rostro en tierra, a sus pies, reconociendo su pecado sanado, rindiéndole culto y acción de gracias, lleno de gratitud y grandes lágrimas. 

     Es como Lutero nos explica: "... el hombre por sí mismo, o por su propio poder natural, no puede hacer nada ni ayudar nada en su conversión, y que la conversión no es sólo en parte, sino única y exclusivamente la operación, dádiva y obra del Espíritu Santo, que la ejecuta y la efectúa por su poder y fortaleza, mediante la palabra, en el intelecto, la voluntad y el corazón del hombre, en tanto que este no hace ni obra cosa alguna, sino que sólo sufre,  (es decir, recibe la conversión)".(Declaración sólida de la Confesión de Augsburgo pág, 358).
     El leproso curado ha recibido a Jesús, como hoy lo hacemos en la Santa Cena, con pureza de fe, sin importar su origen ni su clase ni su condición, plenamente aceptado y acogido por Jesús, en su cuerpo, en su sangre, en su Palabra y la operación del Espíritu Santo.

     Todavía Jesús no ha dicho nada, salvo preguntar dónde se habían metido los nueve restantes, también sanados. No hay respuesta fácil a esa pregunta. La respuesta es que muchos son los llamados y, desgraciadamente, poco los que han escuchado y creído la voz de Dios. ¿Qué respuesta hubo en ellos a la Palabra que les salvó?  No vemos que se han sido convertidos.  Esperamos que luego la fe brotara en ellos también, que llegaran a reconocer que Jesús es el Salvador único de sus espíritus, almas y cuerpos, una salvación plena y eterna. 

    Finalmente, Jesús muestra a sus discípulos la nueva realidad del Reino de Dios, declarando al samaritano:  Levántate, vete; tu fe te ha salvado.  Con estas palabras Jesús revela a los futuros Apóstoles que judíos y gentiles recibirían plena salvación sin diferencias, una verdad tan sorprendente que no llegarían a reconocerla plenamente hasta que Pablo mostró esa realidad en el primer concilio de Jerusalén, como está escrito en el Hechos 15.

     Lo que Jesús dice al sanado, también dice a nosotros, sanados igualmente de la lepra espiritual en las aguas bautismales: ¡Levántate de tu condición de pecado que te destruyó la vida! ¡Déjala atrás! ¡Camina como peregrino en esta vida, sin regresar atrás ni perderte en tu pasado, vive de nuevo conmigo! ¡Renuévate diariamente en mis promesas, y en la comunión con mi cuerpo y en mi sangre! Porque la fe que pusiste en mi Palabra, recibida como don de Dios para ti, te ha salvado, para que seas auténticamente libre.

¡Jesús, Maestro, gracias por tu misericordia! Amén.



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