Monday, April 29, 2019

El Señor y Dios, quitando dudas, de sus pastores y de todo su rebaño


Segundo Domingo de la Pascua
Misericordia Domini
28 de abril, A+D 2019     
San Juan 20:19-31          

     No deberíamos ser excesivamente decepcionados con Tomás, porque exigía ver y tocar a Jesús por sí mismo, antes de creer.  Es evidente que Jesús hubiera preferido que el Apóstol Tomás creyera la buena noticia desde la boca de sus compañeros, como el Señor dijo:  bienaventurados los que no vieron, y creyeron.  Pero no es verdad que Tomás fue más duro de corazón que los otros.  Todos los Once, aun en este momento de su ordenación al Santo Ministerio de la Iglesia de Cristo, todavía tenían mucho miedo de los judios, y tal vez también de Jesús mismo, y por ende estaban escondidos, estando las puertas cerradas, aunque habían oido ya la noticia de la Resurrección.  No son las acciones y la actitud de creyentes.

     Siempre es así con los ministros de Cristo.  Los hombres puestos en el oficio de ser un pastor bajo el Buen Pastor suelan necesitar más para creer, y seguir creyentes: más evidencia, más tiempo, más atención divina. 

     Es bastante obvia, humanamente hablando, por qué los Apóstoles, los futuros pilares de la Iglesia, necesitaban pruebas tan fuertes como una visita personal de Cristo Jesús, ya resucitado, para creer en el Evangelio. Fue por lo que habían visto, en el arresto, tortura y muerte de su gran amigo y maestro.  Él que, en la presencia de los Doce, había creado miles de panes de unas pequeñas barras, y enseñaba con autoridad y claridad sobre el amor infinito de Dios, Él que andaba sobre el agua y sanó y resucitó a tantas personas, fue, en sólo unas horas, reducido a un hombre callado, indefenso, lastimoso… y finalmente muerto.  El dolor, confusión y vergüenza de los Apóstoles eran inmensos, y les dejaron sin esperanza ni fe. Necesitarían ver con sus propios ojos al Cristo resucitado, para creer. 

     También, fue importante para su trabajo futuro.  Junto con la inspiración del Espíritu Santo, los escritos de los Apóstoles brindan autenticidad a sus lectores porque los autores vivían en directo toda la historia de salvación, desde el bautismo de Juan, hasta la tumba vacía y la Ascensión.  Y lo mismo continuó en sus propios ministerios, en que sufrieron muchas persecuciones y privaciones, todo aguantado por la verdad que supieron con sus propios ojos, la verdad que abrazaron personalmente, en el hombre Jesús, una vez muerto, pero ahora y para siempre resucitado y presente con ellos.  Todo esto realizado en el poder del Espíritu, para revelar y otorgar el amor y la gracia infinita de Dios a los hombres pecadores. 

     Desde entonces, los ministros de la Iglesia Cristiana siempre han necesitado más para continuar, en la fe, y en su vocación.  Porque ni los Apóstoles ni sus sucesores son hombres excepcionales, sino que son pecadores perdonados, como todos los cristianos, luego elegidos para servir por nuestro Dios excepcional, nuestro Salvador maravilloso.  El Sagrado Ministerio, igual como la Iglesia, es excelente no por nosotros, sino por Cristo. Él es siempre nuestro todo en todos.   

     Por la voluntad y la obra del Espíritu de Dios, los ministros después de los Apóstoles no necesitaban ver a Cristo en persona para continuar: bienaventurados los que no vieron, y creyeron, un grupo que incluyen a vosotros, y a los pastores también.  Pero, como pastor, hay que encarar a mucho: ser la primera línea de defensa y el blanco favorito del diablo y del mundo; estar siempre de guardia del rebaño de Jesús, siempre dispuesto de reunirse y acompañar a los fieles en sus momentos oscuros, como las enfermedades, las luchas dentro de la familia, las crisis de fe, y la muerte. También, por la voluntad de Dios, los ministros tienen cargo de los misterios divinos y su reparto público.  No me malinterpretes, son tareas lindas y buenas, un privilegio.  Pero también son exigentes y duras.  Por eso, los ministros de Cristo necesitan más. 

     Gracias a Dios, lo que necesita sus ovejas, el Buen Pastor las otorga, incluidos a las ovejas llamadas a ser pastores.  Por la naturaleza del ministerio, la Iglesia desde su inicio se ha asegurado que sus pastores tengan los recursos y el tiempo necesario para dedicar al estudio de la Palabra, la única fuente de poder y consuelo para creyentes. 

     Esta importante realidad tiene dos resultados imprescindibles.  Primero, que la predicación y la administración del Evangelio de Cristo sean adecuadas: 
   que los sermones sean fieles y útiles para crear y fortalecer la fe de los oyentes…
   que el Bautismo y la Santa Cena se celebren según la forma que Cristo nos dio…
   que la congregación experimente gozo y confort en la oración, y mientras cantamos himnos, salmos y canciones espirituales. 
     De todo esto se preocupa el Dios Trino y su Iglesia, porque inicialmente es a través del ministerio público que el Evangelio sale al mundo que Cristo vino para salvar. 

     También, por el oír de la Palabra en la congregación, los fieles reciben y llevan adentro de sus corazones una palabra de esperanza, un eco del domingo para compartir con amigos, familiares y vecinos en la vida cotidiana:
   La sencilla y buena noticia que Cristo, el Hijo De Dios, ha vivido, ha muerto y ha resucitado para ganar el pleno perdón de los pecados para toda la humanidad. 
     Esto es el Evangelio en lo que se encuentra vida eterna, y es principalmente por este eco de la Palabra en las vidas de los cristianos que el Espíritu atrae más gente a la congregación, para recibir todos los dones en comunidad en el culto público. 
   Y así el círculo continúa…

   Segundo, por el hecho de que el servicio como ministro de Cristo está lleno de desafíos, tentaciones, y sufrimientos particulares, es imprescindible que los ministros reciban suficiente tiempo para profundizarse en la Palabra de Cristo, por su propia fe y resistencia. 

     Por ende, para el crecimiento de la Iglesia y la fe de los mismos ministros, intentamos proveer tiempo y recursos a los ministros para estudiar la Palabra.  Por lo tanto, alegrémonos de tener la oportunidad de enviar       
al seminario nuestro hermano Mario de Cádiz, quien quiere servir en el ministerio de nuestra iglesia.  Él está en Santiago, la República Dominicana, para estudiar en el seminario y practicar bajo un pastor de una congregación allá.  Igualmente, es una bendición poder ofrecer conferencias de estudio teológico para nuestros pastores y seminaristas aquí, Juan Carlos, Adam, Felipe y Antonio.  Demos gracias a Dios por las ofrendas, de fieles luteranos en los EEUU, y también de fieles luteranos aquí, las ofrendas de vosotros, las cuales nos hacen posible ofrecer tales oportunidades a los hombres el Señor está preparando y fortaleciendo para servir, a nosotros. 

    No es fácil ser un cristiano fiel hoy en día.  Nunca ha sido fácil, como nos muestra Tomás.  Ser un militante en el partido de Cristo te expone al desprecio y burla del mundo, porque al centro de nuestra fe es, a la primera vista, una derrota total, la muerte escandalosa de un hombre que supuestamente es Dios hecho carne.  Además, la verdad más difícil del evento de la Cruz es lo que dice sobre nosotros, que Uno tuvo que cargar con toda nuestra deuda de pecado, porque nuestra naturaleza causa que nuestros sacrificios nunca sean puros.  La Cruz nos exige la confesión:  todos somos igualmente culpables, incluso yo.  El mundo, y nuestra naturaleza, como la de Tomás, no quieren aceptar esta realidad. 

     Todos necesitamos la Palabra del Resucitado, incluso la que afirma nuestra naturaleza caída, sí. 
Pero, en este mismo momento, Cristo quita nuestra culpa que causa la muerte, y la cambia por una vida nueva, su propia vida eterna. 
   Y esta vida nueva de Cristo nos libera para regocijarnos en Dios,

   …y amar libremente, como Él nos amó,

   …y vivir humildemente, pero con confianza,

porque ni aun la muerte ni el diablo tienen poder sobre los fieles de Jesucristo. 

   ¡Paz a vosotros! 

   ¡Cristo ha resucitado, y en Él, todos vuestros pecados son remitidos!

   ¡No seas incrédulo, sino creyente! 

     Y con Tomás confesamos:
¡Señor mío, y Dios mío,
hoy, y por los siglos de los siglos, Amén. 

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