Cuarto Domingo
después de la Epifanía, San Mateo 8:23-27
Una vez, hace unos años, cruzaba por el aparcamiento de
mi parroquia en Sidney, Montana, y divisé un tesoro en el suelo: una cuerda de goma elástica con ganchos. ¡Qué suerte!, me dije. Las cuerdas con ganchos son muy útiles. Pueden sujetar un paquete para que no se
caiga de tu coche o de tu bicicleta.
Pueden fijar una puerta, para mantenerla cerrada, o abierta, dependiendo
de lo que quieras. Una cuerda de goma
con ganchos incluso puede ser usado en una barca, para guardar los enseres, por
si acaso te sorprenda una tempestad cuando estés en medio del mar, y grandes
olas cubren tu barca. Me alegré de
encontrar esta cuerda con ganchos. Estaba
feliz por mi suerte, hasta el momento en que me di cuenta de que… tenía un solo
gancho.
Decepcionado. Me
quedé decepcionado. ¿Para qué sirve una
cuerda de goma con un solo gancho? No
puede cumplir su propósito. No puede sujetar
o asegurar nada. Tampoco va a ayudarnos
a proteger nuestros bienes. No vale
nada. Quizás se puede usar como un arma,
usarla para golpear a alguien, para defensa personal, por supuesto. Pero sería muy ineficaz como arma, mucho
mejor practicar el kárate, o simplemente correr.
Pensando que mi cuerda de goma elástica con un solo
gancho era completamente inútil, iba a tirarla en la basura, cuando de repente
pensé en otro propósito para mi cuerda, no como herramienta de sujeción, sino
como ayuda teológica, un accesorio para enseñar una realidad muy importante
sobre la Palabra de Dios: la realidad que toda la doctrina de la Biblia se
puede dividir en dos partes, dos enseñanzas esenciales, la Ley, y el
Evangelio.
En el esquema de este accesorio, la cuerda de goma
elástica representa la Palabra de Dios, que es el anuncio de la voluntad de
Dios hacia nosotros y su plan para tenernos con sí mismo en la alegría y la
gloria de su reino eterno. La Ley y el
Evangelio son los dos ganchos en cada extremo de la Palabra, que dan a la
Palabra su forma y su propósito.
Los dos, la Ley y el Evangelio, son la voluntad de Dios,
los dos son buenos, y los dos van juntos en la predicación de Cristo, y de los
profetas y los apóstoles. Pero la Ley y
el Evangelio son muy diferentes entre sí.
Necesitamos los dos, pero también necesitamos mantener la distinción
apropiada entre ambos.
Me explico. La Ley
de Dios es, fácilmente explicada, los Diez Mandamientos, las reglas de vida que
Dios nos ha dado. De hecho, la Biblia
los simplifica aún más, cuando declara que la suma de la Ley es que debemos
temer y amar a Dios con todo nuestro corazón, fuerza, mente y voluntad, y
también que debemos amar a nuestros prójimos como nos amamos a nosotros
mismos. Amar a Dios y amar a tu prójimo:
la suma de la Ley.
Genéricamente, la Ley es el listado de cosas que Dios nos
ha mandado hacer, y también las cosas que el Señor nos ha prohibido. Además, debemos incluir en el ámbito de la
Ley las amenazas y las condenaciones que vienen con la Ley, las palabras que
nos ordenan obedecer, o aceptar las consecuencias, el castigo prometido, si no
cumplimos la Ley.
La Ley es buena en sí.
Si la cumpliéramos perfectamente, seríamos justificados, aceptados por
Dios por causa de nuestra propia santidad.
También, en nuestras vidas en este mundo, cuanto más nos acercamos al
cumplimiento de la ley, mejor serán nuestras vidas. Si somos honestos, y no hurtamos, si somos
fieles a nuestras parejas, familias, y compañeros, si no hablamos mal de otros,
vamos a beneficiar. En general, cuanto
más seguimos la Ley de Dios, la vida va a ir mejor, porque la Ley es la
voluntad de Dios.
Pero ni la idea de cumplir la Ley de Dios perfectamente,
ni tampoco el hecho que nuestros esfuerzos por cumplirla mejoran nuestras vidas
terrenales, pueden ganar el propósito de Dios, que es unirnos a Él
eternamente. Como una cuerda de goma con
un solo gancho, la Palabra de Dios con solo la Ley no puede sujetarnos a
Dios.
El problema no es la Ley, sino nosotros. En nuestra naturaleza, heredada del primer
Adán, está la contaminación de pecado, que nos condena desde nuestra concepción,
y que nos conduce a pecar en la vida.
Cuando la Ley se predica, y la estamos escuchando honestamente, la Ley
siempre nos recuerda nuestro pecado.
La Ley siempre nos acusa, porque somos pecadores, y
cometemos pecados. Por causa de nuestro
pecado, la Ley no puede ayudarnos ante los requisitos de Dios. Con solo la Ley, el predicador únicamente
puede amenazar y herir nuestras consciencias, intentando forzar que sus oyentes
crezcan en santidad. Tal predicación
puede reformar la gente un poco, por un tiempo.
Incluso podría mejorar la comunidad un poco.
Sin embargo, desde nuestra propia naturaleza siempre
rechazamos las reglas, y por eso, finalmente la santidad no crezca. No amamos con todo nuestro corazón a Dios, ni
amamos a los prójimos como nos amamos a nosotros mismos. Es porque la Ley no cambia nuestros
corazones, de donde viene nuestro problema real. Como mi cuerda de goma con un solo gancho, se
puede usar la Ley como un arma, pero nunca va a cumplir el propósito salvador
de Dios.
El Evangelio, diferente a la Ley, proclama las cosas que
Dios ha hecho y está haciendo para cumplir su propósito, que es tener un pueblo
lleno de hombres y mujeres, viviendo en gozo y paz con Él para siempre. La Ley nos demanda acciones de nosotros. El Evangelio nos anuncia las acciones de Dios
para ayudarnos y salvarnos.
Antes de continuar, debería explicaros una cosa. La palabra “Evangelio” se puede usar con
significados distintos, en sentidos amplios, o en un sentido estricto. Igual como la palabra “Ley”, “Evangelio” a
veces significa todo el mensaje de Dios, incluidos ambos la Ley y el
Evangelio. Además, “Evangelio” puede
referir a uno de los cuatro primeros libros del Nuevo Testamento, Mateo,
Marcos, Lucas y Juan. Pero el Evangelio,
en el sentido estricto, y en contraste con la Ley, es solamente el anuncio de
las acciones salvadoras de Dios, las cuales no nos exigen nada. El Evangelio es el anuncio de un regalo puro
y divino. Es las buenas noticias de las
cosas que Dios en Cristo nos ha hecho, y que todavía nos está haciendo, para
salvarnos y darnos vida eterna.
Muy bien. Pura
alegría. Queremos más del Evangelio
puro. Nos podría parecer que, con solo
el gancho del Evangelio, todo estaría bien.
¿No sería posible, con solo el gancho del Evangelio, que estuvieramos
unidos a Dios? ¿No deberían nuestros
pastores predicar solamente las buenas noticias? La idea nos parece bien, ¿no?
Pero, no, esto no es correcto. No es una buena idea. Si desde la Palabra de Dios solamente oímos la
buena noticia de que Dios nos ama, que nos acepta, y que vamos a vivir con Él
eternamente, la triste verdad es que al final el resultado será igual de lo que
nos ocurre con solamente la predicación de la Ley. La cuerda elástica con solo el gancho del
Evangelio no puede sujetarnos a Dios. Y para
esto hay, al menos, dos razones.
En primer lugar, otra vez, nosotros somos el
problema. Somos tales pecadores que, por
nuestra naturaleza, no queremos el don del Evangelio. Como se comportan de vez en cuando los niños
de 2 o 3 años, protestando con gritas y lágrimas que puedan hacer todas las
cosas sin la ayuda de los padres, no queremos aceptar nuestra necesidad de ser
salvados por Dios. Denegando nuestra necesidad, somos capaces de condenarnos a
nosotros mismos. Por eso, el Evangelio
solo no es suficiente en sí mismo para salvarnos.
Necesitamos querer ser salvos. Necesitamos creer y temer la realidad de que
somos pecadores, sin la capacidad de salvarnos por nuestros esfuerzos. Solamente cuando lleguemos a esta verdad tan
dura estamos preparados para oír las Buenas Nuevas, el Evangelio de Jesús, quien
vino para salvar a los pecadores.
La segunda razón de que el Evangelio solo no puede
salvarnos tiene que ver con el contenido específico del mismo Evangelio. Jesucristo no nos ha logrado la salvación por
anunciar una filosofía nueva. Él no ha
escrito un libro para redimirnos, y su tarea era más que predicar buenas
nuevas. Su gran obra no era un mero milagro,
como pacificar a una tempestad, o sanar a los enfermos, o alimentar a miles de
personas con unos barras de pan, y menos peces.
El acto esencial del Evangelio es su muerte en una cruz romana,
recibiendo lo peor de lo que el mundo le pudo dañar, y aún más, recibiendo la
ira justa de Dios contra los pecados de todos.
Los vuestros. Los míos. Todos los pecados de todas las personas de
todas las épocas, colocado en los hombros de Jesús, colgando en la Cruz.
Vemos que, en el centro del Evangelio, hay un hecho tan
difícil y doloroso, la crucifixión del Hombre Bueno e Inocente, que es
imposible verlo como buenas noticias, sin que primero entendamos la verdad
sobre nuestros pecados.
Este entendimiento viene desde la Ley. La Palabra de la Cruz no tiene sentido, sin
el entendimiento de nuestra malísima y atroz situación como pecadores. No había otra manera de salvarnos. Solo Dios pudo hacer una obra tan
inmensa. Solo el Creador, el Ser Infinito,
solo Dios pudo ofrecer un sacrificio adecuado para toda la humanidad.
Y Él lo ha hecho.
Este es el hecho que cambia el dolor de la Cruz en alegría, que
reemplaza nuestra culpa y temor con bonanza, que reanima nuestras almas, y que
crea en nosotros nuevos corazones:
Jesucristo, Hijo del Hombre e Hijo de Dios, no sufrió para nada, sino
que sufrió para ti. Sufrió por amor a su
Padre, y por amor a ti.
Todo la Biblia, toda la Palabra de Dios, predica dos
mensajes: la Ley y el Evangelio.
También, toda la Palabra está cumplida en la Cruz, donde la Ley y el
Evangelio se encontraron, con fuerza, y poder terrible, para lograr nuestra
salvación.
Entonces, podemos, y debemos, usar la realidad de la Ley
y el Evangelio cuando oímos, leemos y proclamamos la Palabra. Nos ayuda a entenderla correctamente, y
también nos ayuda a ver cómo cualquier historia en las Escrituras se relaciona
con la historia central: la historia de la Cruz y la Tumba Vacía. Tenemos un buen ejemplo en nuestra lectura
del Evangelio de San Mateo de hoy.
Considerémoslo por un momento.
Jesús y los discípulos entraron en una barca, y
navegaron al medio mar. Y he aquí que se
levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero
Jesús dormía. Y vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo:
¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Él les
dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, reprendió a
los vientos y al mar; y se hizo gran bonanza. Y los hombres se
maravillaron, diciendo: ¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le
obedecen?
¿Qué es la Ley del pasaje? Hay mucha Ley. Está la amenaza de la tempestad, que amenazaba
destruir la barca y ahogar a todos en el fondo de las aguas. Las Escrituras, del Génesis en adelante
explica muy claramente que la muerte es consecuencia de nuestro pecado. No obstante, muchas veces es solamente el
acercamiento de la muerte que nos hace entender la fuerza de la Ley. Por eso, hay mucha oportunidad para proclamar
el Evangelio en los hospitales.
Hay
más Ley en nuestro pasaje. Es muy duro el
pensamiento de que Dios nos ha abandonado, tener la sospecha de que Jesús no
tiene preocupación por nosotros ni por nuestros problemas. Estamos muriéndonos, gritamos como los
discípulos, y el Señor está durmiendo.
¿Y, qué pasa cuando hacemos demandas en nuestros rezos? Cuándo gritamos en desesperación: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! ¿Qué entonces? El último toque de la Ley: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?
¡Ay
de mí! Estamos perdidos. Dios mismo nos ha condenado, y es justo. No deberíamos dudar las promesas de
Dios. Pero lo hacemos.
Y
en este momento, Jesús, Dios encarnado como hombre, levantándose,
reprendió a los vientos y al mar; y se hizo gran bonanza.
¡Salvación! Desde una desesperación profunda, en
un segundo, Cristo Jesús les rescató, calmando el viento y las olas, cambiando
un momento terrorífico a una paz que sobrepuja nuestro entendimiento.
¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le
obedecen? Es el hombre que también es
Dios, y Él ha hecho el mismo rescate para ti, pero muchísimo más grande. Esto es lo que significa la Ley y el
Evangelio de la Cruz para todos vosotros.
No importa qué tempestades amenazan la barca de vuestra
vida. No importa qué problemas o qué pecados
tenéis que enfrentar, Jesús está aquí, con nosotros, entregando su perdón y su
vida, cambiando todo nuestro miedo a gozo y a alegría.
Escucha la Ley de Dios, que os anuncia la
verdad. Y luego, regocijaos en el
Evangelio, que en Cristo, sois salvos, hoy, y por los siglos de los siglos,
Amén.