Quinto Domingo después de
Trinidad, 2019
La Locura Divina
Es
una locura.
La misión de la Iglesia de Cristo es, de
una cierta perspectiva, una locura.
Hoy en día, trabajar y continuar en la
misión de Cristo es muy difícil.
Por ejemplo, la cultura en el oeste está
huyendo de las instituciones tradicionales, sobre todo, desde las iglesias
históricas. Las instituciones
cristianas, no importa cual rama quisieras considerar, están pasando tiempos
difíciles. No tienen suficiente poder
para impresionar a nadie.
Popularmente, jerarquía es una palabrota,
y cualquier sistema de moralidad se descarta como arma del patriarcado. La posición cultural de la Iglesia y los
cristianos se ha caído mucho en términos económicos, sociales y políticos. Muchas iglesias sufren investigaciones
criminales y pleitos civiles basados en los pecados de sus ministros. Pocas iglesias tienen bajo el control de sus
sedes los recursos económicos necesarios para mantener un programa misional.
Por ende, la mayoría de los misioneros, si
no están trabajando bi-vocacionalmente para mantenerse a sí mismos y a su
familia, tienen que dedicar una cuarta parte o más de su tiempo y más de su
energía a la recaudación de fondos, a fin de poder dedicar el resto de su
tiempo y energía al ministerio. ¿Qué poder tenemos para seguir adelante,
anunciando con valentía el reino venidero de Dios?
Tenemos el mismo poder que siempre, el de
un silbo apacible y delicado. Ya está. No hay otra cosa que el Señor nos ha dado
para usar en la misión divina. La locura
de la predicación, y no cualquier predicación, más bien, la predicación de la
Cruz, siempre ha sido la única herramienta legítima dada por Dios a su Iglesia
para expandir el Reino de Dios.
Si confiamos en estructuras eclesiásticas
o administrativas, si esperamos hasta que la Iglesia tenga buena fama antes de
intentar la misión, si pensamos que el Evangelio necesita ayuda terrenal para
tener éxito, estamos apartándonos del poder real de Cristo, quien sufrió el
desdén y las burlas y fue rechazado por todos, para lograr su meta, la cual eres
tú.
El poder es el perdón de pecados, hallado
en la sangre de Jesús, y entregado a través de la Palabra.
Hoy en día, trabajar y continuar en la
misión de Cristo es muy difícil, porque nadie quiere ser considerado un tonto.
En siglos pasados, el mundo miraba a la
Iglesia para beneficiar de su sabiduría.
Hoy, no tanto. Cualquier persona
inteligente sabe
que las teorías de evolución y del Big Bang nos han dado, sin ninguna
duda, el entendimiento correcto del origen del universo y de la vida,
incluyendo la vida humana, que es nada más que un accidente aleatorio, siendo
nosotros la descendencia de simios, y antes ellos, de langostas y otras
criaturas. Al menos, así es la idea
aceptada en la cultura. Hoy, la historia
bíblica de la creación es, para la mayoría, nada más que un cuento lindo, y al
peor, enseñarla a nuestros niños es considerado por algunos como maltrato de
menores.
¿Y nosotros? ¿Qué tenemos para combatir la visión
evolucionista y materialista?
La misma cosa que siempre, un silbo
apacible y delicado. Ya está. No hay otra cosa que el Señor nos ha dado
para usar en el combate ruidoso. La
locura de la predicación, y no cualquier predicación, más bien, la predicación
de la Cruz, siempre ha sido la única arma legítima dada por Dios a su Iglesia
para enfrentar la oposición del mundo.
No quiero decir que nunca deberíamos hacer
otra cosa salvo predicar la historia mínima de la Cruz y la Tumba Vacía. La Palabra entera tiene su centro en la Cruz,
es verdad. Pero hay un sinfín de modos por
los cuales podemos y debemos usar la Palabra y la razón que Dios nos ha dado
para interactuar con el mundo.
Nos puede parecer una lucha imposible de
ganar. Pero, de hecho, la armadura
aparentemente impregnable del cientificismo que domina en la cultura hoy no es
tan imbatible. La verdad es que cuanto
más que la ciencia descubre de la complexidad del universo y de la vida, cuanto
menos satisfactorias son las explicaciones materialistas que dominan la
academia.
Por ejemplo, el ADN, promocionado como
prueba final de la evolución darwinista, lleva en sí mismo un gran problema
para la misma teoría. Como ya sabéis,
cada célula de cada ser viviente tiene un hilo de ADN, lo que es un código
químico de profunda complexidad, un manual de operaciones para todos los miles
de procesos que ocurren cada instante para mantener una criatura viva. Aun en los animales más sencillos, hay este
código complicadísimo.
El ADN es información compleja, como el
código de un ordenador, un código formado desde compuestos orgánicos que se
llaman nucleótidos. No hay vida sin
ADN. ¿Pero cómo fue, por casualidad, que
los nucleótidos se organizaron para producir el código del primer ser
viviente?
Si buscas una explicación, encontrarás
afirmaciones como “sabemos que esta organización espontanea ocurrió… porque tiene que ser así.”
¿Dónde
está el sabio?
Se ofrecen algunas ideas para explicar
este salto increíble, sin detalles. Pero
hay grandísimas lagunas y muchas asunciones en las afirmaciones, cada uno de las
cuales corre en contra de la manera que la información funciona en el
universo.
Hay miles de científicos escuchando las
ondas de radio intergalácticas, esperando discernir alguna patrón o mensaje que
sería una pista muy fuerte de la existencia de otros seres inteligentes en el
universo. Es porque cualquier idioma, código
o comunicación implica un autor. Entonces,
sin un ser inteligente para organizar los nucleótidos para contener y comunicar
su información compleja, (como afirman los darwinistas), es muy difícil
entender como esto pudiera haber ocurrido por azar. Por ende, la teoría tiene un importante
problema, en su primer paso.
Una vez en el AVE desde Madrid, tuve la
oportunidad de conversar un largo rato sobre la teoría de evolución con un
botanista de alto rango, un profesor universitario desde Sudáfrica, viajando a
Sevilla para dar un discurso en un congreso.
Le pregunté cómo el ADN pudiera haber formado por casualidad. No tuvo una respuesta. No me podía ofrecer una hipótesis de cómo,
accidentalmente, los nucleótidos podrían haber organizados a sí mismos. No me ofreció ninguna hipótesis sobre como una
mezcla de nucleótidos que un momento no comunicaba nada, en el próximo ofrecieran
el código de la vida. Simplemente me dijo que era “una pregunta
importante, pero encontraríamos la solución correcta, eventualmente.” Una respuesta conveniente cuando no tengas
una respuesta robusta, ¿no?
¿Es
este el disputador de este siglo?
Los proponentes de la evolución darwiniana
suelen ser mucho más inteligentes que yo. Pero no tenemos que tener miedo de
cuestionar su teoría. Porque no tienen mayor sabiduría que Dios, cuya
insensatez es más sabia que los hombres.
Estamos hablando del área de la teología
que se llama la apologética, en la que conversamos con aquellos que oponen a
Cristo y su Iglesia.
La apologética utiliza la razón y la
retórica para indicar las contradicciones y puntos débiles de sus teorías y
filosofías, y puede ser muy buena preparación para la predicación, derribando
resistencias para ganar una audiencia para la Palabra de la Cruz.
Un apologista podría indicar los problemas
inherentes en la vida hedonista, o los errores históricos en los libros de los
Mormones, o los grandes desafíos que tiene la teoría evolucionista. Dentro de la capacidad e interés de cada uno,
cualquier cristiano puede ejercer la apologética en su vida, siempre con
respeto y amabilidad. Recordemos, Dios
viene en voces delicados y silbos apacibles.
Además, es sumamente importante que
recordemos que, al fin y al cabo, sólo indicar los problemas o errores de la
filosofía o la cosmovisión de otro no puede convertir a nadie. Hay que reemplazar su cosmovisión errónea con
la cosmovisión cruciforme.
Como hizo Jesucristo con Pedro. En aquel día en la orilla del lago de
Genesaret, Jesús empezó el proceso de reemplazar la cosmovisión de este
pescador judío, quitando su perspectiva de un Dios distante, que nos da leyes y
requisitos para superar, para que, cumpliéndolos, ganemos su favor.
En su lugar, Jesús, en el transcurso de
tres años, le dio ojos que ven la realidad a través de la crucifixión y
resurrección de su maestro y Señor, Jesús.
Por la gracia del Espíritu, Simón Pedro
estaba dispuesto de escuchar a este Maestro, este predicador itinerante,
mientras limpiaba sus redes, suficientemente interesado para aun prestarle su
barca para usar como púlpito. Pero la
asunción de Pedro fue que Jesús era meramente otro hombre. Sabio, sí, tal vez aun un profeta, pero un
hombre, como todos los demás.
El Señor le dio una nueva
perspectiva. De repente, viendo la gran
multitud de peces, con la ayuda del Espíritu Santo, Simón Pedro se dio cuenta
de que este hombre fue el Señor, el Santo, Santo, Santo Dios. Cayendo de rodillas ante Jesús, le rogó: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre
pecador. Y, en un anticipo del pleno
evangelio, Jesús le consoló: No temas,
Simón, desde ahora serás pescador de hombres.
Esta nueva cosmovisión, que Dios no estaba
lejos en su cielo, más bien estaba ahora presente con su pueblo en la persona
de Jesús de Nazaret, fue el primer gran cambio que sufrió Pedro.
Durante los tres años próximos, una y otra
vez Jesús cambió su visión del mundo, hasta que, al final, Pedro entendió y creyó
que la Cruz, el triste escándalo más fuerte de todos, es en realidad el poder y
la sabiduría de Dios, el Evangelio de amor, entregado y revelado para el perdón
y salvación de todos.
En el largo proceso de la conversión de
Simón Pedro, vemos que la misión de la Iglesia de Cristo siempre ha sido, de
una cierta perspectiva, una locura.
Según nuestros conceptos de poder y sabiduría, la misión de Dios,
realizada en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, es una locura. Como bien dice Lutero, “Creo que, por mi propia razón o poder, no puedo
creer en Jesucristo mi Señor, ni venir a Él; sino que el Espíritu Santo me ha
llamado por el Evangelio, iluminado con sus dones, santificado y conservado en
la verdadera fe.”
Nuestra situación natural
problemática es entendida diferentemente por distintas personas. Para muchos, es el problema de la muerte, la
realidad cruel que, no importa nuestro deseo de vivir para siempre, la muerte
se nos acerca más y más, cada día. Con
otros, es nuestra naturaleza intrascendente, que somos entes pequeños, sin
importancia en el universo infinito. Con otros, es simplemente el dolor, física
o emocional.
Para los bendecidos, como
Pedro, llegamos a entender que el problema es de ser hombres pecadores
destinados a una eternidad de separación de Dios, y de sufrimiento justo.
Si no encontramos al Dios que
se dio a sí mismo a la crucifixión, o, mejor dicho, si este Señor de la Cruz no
nos enfrenta, nos seremos dirigidos a buscar soluciones en la sabiduría humana
o el poder de los hombres, o en algo. A
pesar de que algunas personas no conocen la realidad de Dios, con el tiempo
todos descubriremos esta misma crisis dentro de nuestra existencia. Somos
capaces de buscar una vía de escape en un sinfín de alternativos, desde el cientificismo,
hasta la riqueza o el placer, o en otro dios de nuestra invención quien obedezca
a nuestro entendimiento del poder y la sabiduría. Pero todos estos ídolos nos conducen al mismo
fin, el fracaso completo del poder y la sabiduría de los seres humanos.
Por lo tanto, para nuestro
bien, y para el bien de todos nuestros vecinos, sigamos adelante en el camino
de la misión de Cristo. Porque el mismo
Espíritu que nos ha llamado por el Evangelio, es decir, por la locura de la
predicación de la Cruz, también quiere llamar, congregar, iluminar y santificar
a muchos más.
El poder y la sabiduría de
Dios son para ti. La locura de la
predicación te quita todos tus pecados y te da la vida eterna y bendecida de
Cristo mismo. Y el Espíritu de Cristo
seguirá en su obra, aun logrando sus deseos a través de nuestras bocas.
En el Nombre del Padre,
y del
Hijo,
y del
Espíritu Santo, Amén.